FRANCISCO RICO
in memoriam

Luis Iglesias Feijoo

Se ha muerto Francisco Rico. Con la incredulidad propia de recibir tan triste noticia, evoco el título que hubiera querido utilizar para una colaboración en el número de Ínsula que acaba de dedicársele y que no escribí por un malentendido: Mi don Francisco Rico. Hasta el más atontado se habrá dado cuenta de que con él no hacía otra cosa que evocar el Mi don Francisco Giner que Josep Pijoán consagró a su maestro y que apareció en San José de Costa Rica en 1927. En él se incluía un pórtico en versos, si no sublimes, sí muy sentidos:

Señor Don Francisco Giner de los Ríos,
ya más no os verán estos ojos míos,
ni más oiré los consejos píos,
con que ordenasteis mis jóvenes bríos.

¡Cómo iba a imaginar que las páginas que don Josep dedicó a Giner, por supuesto póstumas, pues el evocado había muerto en 1910 (“¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!”), hubieran sido en el caso de “mi don Francisco”, también póstumas, de haber sido escritas! Lo son hoy, y como no es de recibo repetir lo que tantos amigos y colegas han dicho en esa recentísima Ínsula (nº 927, de marzo de este 2024), esa Ínsula en la que él inició su carrera como estudioso evocando con 21 años a una María Rosa Lida que acababa de fallecer (nº 195, febrero 1963), no me centraré solo ni especialmente en su labor investigadora, insustituible en tantos campos, desde la literatura medieval española hasta el teatro del Siglo de Oro (“que de noche le mataron / al caballero”… ya de 1968 en la modesta Biblioteca Anaya), desde la picaresca hasta el Quijote, ese Quijote del que, como dijo Chartier, es Francisco Rico el “autor”, desde Petrarca al Humanismo en general, sin olvidar su labor como diseminador (no lo llamemos divulgador) de la lírica española o europea, primero con los tres volúmenes de La poesía española. Antología comentada (1991), donde ya están las jarchas, las cantigas de amigo y las de Alfonso X, Ramón Llull, Jordi de Sant Jordi y Ausias March, con un par de endechas vascas y un soneto de “el Rector de Vallfogona”, y ya en tiempos modernos, el “Guernicaco arbola” de Iparraguirre, Xabier de Lizardi (esto es, José María Aguirre) y Gabriel Aresti, seis poemas de Rosalía de Castro, uno de Curros Enríquez y dos de Luis Pimentel, y poemas de Verdaguer, Maragall, Carner, Riba, Foix, Salvat-Papasseit, Sagarra, Espriu o Ferrater, todos con original y traducción. Luego lo resumió en un solo tomo con Poesía de España. Los mejores versos (1996), donde por razones de espacio cayeron algunos de los mencionados y la selección se detenía en los nacidos antes de 1939. Y aún Mil años de poesía española (2009), que ya acoge a líricos como Carvajal, Colinas, Siles o Luis Alberto de Cuenca, al lado de Arcadio López Casanova, Álvarez Cáccamo o Ramiro Fonte y de Gimferrer o Álex Susanna, al paso que se recupera a alguno mayor, como Uxío Novoneyra. Y en fin, haciendo pendant con el último, Mil años de poesía europea (2009), donde figuran desde el protogermánico, Martín Códax y la Chanson de Roland a Yves Bonnefoy y Wysława Szymborska, pasando, es claro, por todos los imprescindibles, de Petrarca a Ronsard y de Keats a Leopardi, con los españoles más egregios, situados así a su propia altura.

Quien llegare a pensar que estos volúmenes son trabajo menor, de acarreo o de poco momento, debería cambiar su juicio y darse cuenta del cuidado, el cariño, incluso el mimo con que están elaborados. Y el propio autor así lo consideraba. Aún recuerdo el llamado que me hizo a propósito del primero en torno a qué poema (o poemas) de Curros Enríquez debiera seleccionar. Nada era dejado al azar, todo era fruto de muchas lecturas y no poca meditación, siguiendo siempre, eso sí, “los discursos del gusto”, como tituló uno de sus libros recopilatorios. El cual, por cierto, vino a ser continuación de la Primera cuarentena (1982, con colofón de 28 de diciembre), que ya no quiso llamar Primera sesentena, pero que de sesenta teselas está compuesto, escritas, como él quiso recordar, “en los últimos veinte años” (1983-2003). En este “castellano de Barcelona”, como alguna vez gustó de proclamarse, nada amigo de nacionalismos que tuvo hasta en la puerta de casa (recuérdese su librillo Paradojas del independentismo, Madrid, Visor, 2018, que lleva un significativo Nihil obstat firmado V.), su más profunda convicción le llevó a acoger, como acaba de verse, muestras de la producción poética de todas las lenguas de España, desde el protomozárabe al gallego, catalán y vasco. Y la devoción por la poesía en otras lenguas europeas queda reflejada en el hecho de que anduviese con la versión en pdf de su antología dentro de uno de esos artilugios electrónicos que permiten llevar en el bolsillo toda la literatura griega clásica (o, por caso, toda la Encyclopædia Britannica). Recuerdo una ocasión en la que coincidimos en Pamplona: en la sobremesa de un día cualquiera evocamos no sé por qué el famoso verso de “El desdichado”: “Le prince de Aquitaine à la tour abolie”, que los novísmos y post- sobaron hasta hacerlo (casi) inaguantable. Como los dos tenemos (¡ay, teníamos!) muy buena memoria, no nos venía a las mientes el nombre del autor y andábamos ‘por la oscura región de nuestro olvido’. Él dijo entonces que lo tenía en su antología, que llevaba en un pen-drive (que aún no se llamaban así, ni siquiera lápiz de memoria), cosa poco útil además porque no teníamos donde enchufarlo, hasta que se nos vino al fin, no sé si a él o a mí, el recuerdo del pobre Gerard de Nerval.

No, él nunca fue ajeno a la poesía, como alguien que la había cultivado de joven: en un número de Cuadernos Hispanoamericanos en 1962, con la firma de Francisco Rico Manrique, apareció bajo el título “Los días y el amor” una pequeña gavilla de poemas, apenas once extendidos a lo largo de nueve páginas. Nunca lo exhibió en su cv, y no se refería a ellos… salvo que la Primera cuarentena se cierra (“y XL”) con una página (es decir, cuatro) sobre los Poemas póstumos de Jaime Gil, gran amigo, que gira (o giran) en torno a “«Barcelona ja no és bona» o Mi paseo solitario en primavera”, y, además de revelar citas escondidas de un lírico tan leído como Gil de Biedma, descubre que “Píos deseos al empezar el año” es eco de “Buenos propósitos al empezar el año”, uno de los reunidos en una “magra plaquette firmada por Francisco R. Manrique” (Primera cuarentena, p. 135), lo cual no es exacto porque su apellido Rico figura con todas sus letras, y más allá del título también Gil se apropió del marco de la meditación escéptica en invierno. Ahí queda como despedida el homenaje brindado a “un poeta muy estimable” (“el mayor poeta de su generación”, dice líneas después) por “otro sin ningún interés” (Ibidem).

¿Falsa modestia? No, Rico nunca tuvo vicios tan detestables como la modestia o la humildad. Era tan solo que sabía que su camino no era el de los vates (est deus in nobis…), sino el de la filología, la erudición, la crítica. Y sin embargo… Sin embargo siguió cultivando secretamente su afición, visible pocas veces. Recuerdo haber recibido hace ¿treinta? años (bueno, treinta y dos) un pequeño sobre enviado desde Suiza sin remitente, que contenía una hermosísima plaquette en octavo menor, tirada de trescientos ejemplares en la Tipografia Editrice Pisana, titulada misteriosamente Algo de fiebre., de un autor sconosciuto: Alessandro Silva. Eran unas décimas, claro. Al coincidir semanas después con él en Salamanca le acusé recibo, pero, como no estábamos solos, me dijo por toda explicación: “No sé de qué me hablas”. Era una muestra de esa efímera actividad secreta, que cristalizaría también en otro cuadernillo, Llueve en Galicia y otros versos, firmado con otro seudónimo, Carlos Yarza, alla tipografia della gioia. Pero Carlos Yarza había comparecido ya de la mano de Rico en 1978 por partida doble: una como autor de la “Vida de Petrarca” y cuidador de los textos del italiano en el volumen I de sus Obras. Prosa, único publicado en una colección de Alfaguara dirigida por Claudio Guillén (1978), en el  que colaboraba asimismo un joven Pedro M. Cátedra, que algunos me comentaron entonces que era otro seudónimo de Rico. No lo era, desde luego, y yo ya lo sabía, pero sí el de Yarza, que comparecía asimismo como prologuista de una edición de los Cantos de goliardo (Carmina Burana) (Seix Barral, 1978), en traducción de Lluís Moles, seudónimos ambos de Rico, cuyas “razones” explicó en la nueva edición de Galaxia Gutenberg (2018). En una entrevista de 2016 con Patricio Tapia en la revista chilena Santiago adujo que “«Carlos Yarza» aparece cuando lo que escribo es, para mí, de carácter secundario o utilitario”. No siempre, pues nada menos secundario o utilitario que unos versos, en los que el protagonista es un personaje creado por la palabra, como siempre, incluso en los artículos de prensa, como aquel que tanta algarabía originó cuando, en defensa del tabaco, remató diciendo que él nunca había fumado… Y así, en una de esas hojillas volanderas, que no son ni plaquettes, divulgó entre algunos amigos un soneto de Carlos Yarza que comienza “Vivir es ir contándonos historias”, en el que en la página enfrentada a él se lee: «“Carlos Yarza” es un conocido pseudónimo de Francisco Rico».

Ese amor secreto por los versos acabó venciendo su pudor en una esquina inesperada, cuando en Los discursos del gusto se decidió a incluir unos paréntesis como remansos entre notas de prosa más sabia, definidos como “algunos ítem aconsonantados”. Y lo justifica: “Creo que el verso es una óptima herramienta para destapar el lenguaje, sondear el pensamiento y buscar formulaciones adecuadas y concisas, en provechosa gimnasia intelectual y opino que no debiera dejarse exclusivamente en las manos con frecuencia inexpertas de los poetas”. Y ahí se agavillan unas cuantas décimas ad personam: Jaime Siles, Octavio Paz, Juan Manuel Rozas, Julio Caro Baroja, José María Valverde, Camilo José Cela Ángel González y Jorge Guillén tienen sus diez versos, a veces en décima, a veces no, y sin que falte un improbable soneto en memoria de Cánovas y su ejecutor Angiolillo, y un “ovallejo” a Antonio Buero. En todos ellos destaca la agudeza, el arte de ingenio para concentrar en pocas palabras rimadas la esencia de lo que se pretende expresar: un ejercicio conceptista bañado no pocas veces en el humour inglés, en una especie de practical exercices of wit.

Ahora bien, lo que interesa no es convencer a nadie de que Rico era un buen poeta. Gustaba de la lírica, pero sobre todo porque era la expresión más elevada del lenguaje. Y, eso sí, el cuidado con él fue siempre una máxima que dejó su impronta por doquier. Una vez expresó en conversación con Daniel Fernández (Los discursos del gusto, p. 43) lo que para todos había de estar claro: “A mí me cuesta mucho escribir un estudio. Por razones de estilo, porque tengo ciertas manías estilísticas que a veces me atormentan: evitar ciertas repeticiones, evitar ciertas palabras que me son desagradables, incluso hay letras que me molestan al principio de una frase…”. Ese cuidado con el lenguaje, también en la prosa, es lo que hizo de él un creador, uno de los mejores prosistas que han existido en castellano en el último medio siglo. Un maestro de la prosa, dicho sin rodeos, que además se aunaba con la agudeza recién comentada. Por eso son de antología algunos inicios de artículos o libros, que pretenden y consiguen captar la atención del lector desde el principio. Porque quien se encuentre con una prosa mazorral, o quien se desayuna con un primer párrafo en el que no halla un punto y seguido hasta la línea doce o catorce… o veinte; quien ha de esperar hasta el segundo o tercer párrafo para saber en qué jardín se está metiendo no hará sino desinteresarse del tema, por apasionante que parezca el título. Como se decía en His Girl Friday, de Hawks (¿o era en su remake The Front Page, de Wilder? Sí: era en esta) hay que poner la esencia y captar la atención en el primer párrafo: “¿Quién lee el segundo párrafo?”.

Bien se lo sabía Rico: cuando en febrero de 1970 publica un libro inimaginable para un joven de 27 años como es El pequeño mundo del hombre, inserta unas advertencias antes de la “Introducción”, que rezan: “Criterios y supuestos del presente libro están esbozados en las páginas 42-45”, curioso modo de comenzar, que concluye tras dieciséis líneas para dar las gracias a Moñino por acoger el libro en su colección “y ha querido vestirlo de seda (aunque se quede según reza la fábula)”. Y en el mismo 1970 (colofón de mayo) salió otra otra joya imprevisible, La novela picaresca y el punto de vista, que arranca así: “Me pregunto si solo el azar y la amistad (al mentarla nombro a Rosa Regás) traen estas páginas a Biblioteca Breve, o si será verdad que Dios los cría, ellos se juntan y la reunión tiene algún sentido”. Y tras evocar el nouveau roman, con sus cambios de perspectiva narrativa, se pregunta a propósito de la novela de Robbe-Grillet; “¿O quién es el ocioso que puede perder horas y horas espiando tras la jalousie? No pondría la mano en el fuego por el marido (a ningún propósito)”. Y los capítulos comenzarán: “Es cosa bien conocida: fruto tardío de las letras europeas, la novela no se atreve a dar la cara, aparece entre mohínes de sí es y no es”. Y otro: “No nos las demos de originales”. O en el comienzo de Alfonso el Sabio y la General estoria (1972), remedando a Cabrera Infante: “Tres tristes torsos –pues ni pueden ni quieren pasar de torsos– constituyen la magra sustancia de las presentes páginas”. Y el final de la corta introducción: “Soy el primero en reconocer lo inadecuado de mi estilo: por desgracia, ahora mismo no tengo otro”. Y en 1974 al inicio del apabullante mamotreto de Vida u obra de Petrarca (ya un tour de force en el mismo título), unas páginas prologales bajo el marbete “Para empezar” arrancaban: “Quizá sí, quizá acertaba Ernest H. Wilkins” al afirmar que de Petrarca sabemos más que de cualquier hombre anterior a él, para sentar: “confesaremos de mil amores que buena parte de cuanto sabemos sobre Petrarca nos lo enseñó el profesor Wilkins”. Para enlazar con: “De cuyo nombre quiero acordarme”; y tras la cita de Starobinski, Gusdorf, Ortega y otros, se embarca en el estudio propiamente dicho: “Son paradojas de Jorge Luis Borges”. No es mala compañía para adentrarse en la indagación sobre el vate de Arezzo, para encontrar de inmediato: “Tzvetan Todorov, cuyas inquisiciones a veces superan a Borges en fantasía (no en agudeza y arte de ingenio)”… Uno de los primeros párrafos de Nebrija frente a los bárbaros se desperezaba así: “Vaya, pues, avisado el personal”. Y el libro termina con la seria admonición a propósito de la Minerva del Brocense: “Póstumamente, los bárbaros colaban una quinta columna en Salamanca”. Podía hacer prosa también en italiano: “Con una dieta di una al giorno, le Rime sparse si possono masticare per un anno bisestile”. O comenzar a hablar de “El cuaderno de un estudiante de latín”: “Vaya por delante que soy un cordial partidario de las fiestas y que cualquier excusa me parece válida para zascandilear en una si el convite vale la pena”. Para iniciar un trabajo en Medioevo Romanzo sobre el título y primer soneto del Canzoniere, nos sumerge de golpe en la cuestión: “Fábula de filólogos ha sido por gran tiempo el poema inicial de los Rerum vulgarium fragmenta”. “Dios las cría y ellas se juntan”, dirá para evocar que María Rosa Lida e Isabel Uría se interesaron por la Vida de Santa Oria (Primera cuarentena). O, en fin, para acabar esta letanía que podría hacerse interminable, recordaré el incipit de una lección sobre la dedicatoria de las Introductiones latinae de Nebrija como prólogo al Renacimiento español, en Homenaje sevillano a Marcel Bataillon: “Isabel la Católica no tenía un pelo de tonta”.

¿Cómo no embarcarse en la lectura de las páginas que siguen a tales inicios? ¿Cómo no asombrarse ante el despliegue de mil y una lecturas solo evocadas, que conforman el mantillo sobre el que germinará un discurso denso, pero nunca árido, complejo y difícil a priori, pero hecho accesible por el dominio de una lengua dúctil, que sabe adaptarse a los recovecos de lo investigado, y que siempre tiene en cuenta que hay un lector (a menudo se diría que espera a un auditor, a un oyente) expectante e interesado en seguir el hilo de lo que se le cuente.

Porque todo libro era para él una narración, todo ensayo algo que debería ser contado con las mejores palabras posibles, sin desdeñar lo que algunos considerarían caídas en el sermo vulgaris, con citas implícitas de los clásicos, con acuñaciones que avivaban el interés y colaboraban en despertar al lector acaso somnoliento. Era, en suma, un maestro de la prosa castellana de nuestro tiempo, que escribía mucho mejor que no pocos de los narradores del día, alguno incluso compañero de Academia, del que pudo decir que tenía una prosa “plúmbea”. No, en él el plomo nunca tocó las alas que le permitieron volar libre y alto, como la caza de amor.

Y con todo lo dicho, no he mencionado algunas aportaciones que marcaron época, como la Breve biblioteca de autores españoles, comentario excelso a una docena de obras clásicas de la literatura española, rematado con un epílogo en el que, encerrado en cuarenta páginas, se halla todo un “Tratado general de literatura”, por fortuna más extenso que el que acaba Primera cuarentena en cuatro páginas, claro que fecundas al advertirnos al final, como orientación bibliográfica: “Debe evitarse la lectura de T. van Dijk, Aspects of Text Grammars, El Haya, 1972; conviene, en cambio, refutar cuanto en el libro se dice”. Y no van mencionados aún los volúmenes que recogen el diario trabajo de estudio que cristaliza en conferencias y artículos: Texto y contextos. Estudios sobre la poesía española del siglo XV (1990), El sueño del Humanismo. De Petrarca a Erasmo (1993 y luego 2002), Estudios de literatura y otras cosas (2002), como la segunda edición del anterior integrado en una “Biblioteca Francisco Rico” que ya no tendrá continuidad. Y aún falta por evocar aquellas obras que surgen de la sensibilidad artística de Rico, como Signos e índices en la portada de Ripoll (1976), integrado en el tan hermoso Figuras con paisaje (1994), rematado, por cierto, casi a guisa de colofón, con una décima “En un libro de A. S.”, poemilla que vale casi por una monografía sobre la inquietante pintura de Antonio Saura, con nueva edición en 2009, en el que me permito destacar la hondura de la reflexión sobre “Los filósofos de Velázquez”.

Y ya que de arte se trata, no debería olvidarse el gusto con que cuidaba de sus publicaciones (y de las ajenas), como alguien preocupado por las artes tipográficas y que sobre ellas escribió alguna vez, en elogio de los tipógrafos. Cabría evocar el gusto por el diseño en las colecciones que dirigió (de las que tampoco he hecho mención: baste la Biblioteca Clásica). Pero es preciso no olvidar la traza de obras como los epigramas de Petrarca: Gabbiani (2008), Il romanzo ovvero le cose della vita (2012), Ritratti allo specchio (Boccaccio, Petrarca) (2012), I venerdì del Petrarca (2016). Se podría decir que son estas obras incluidas en colecciones que ya existían. ¿No se ve, con todo, la impronta personal en la realización impresa? Y aunque va un tanto fuera de cuenta, no cabe olvidar otras iniciativas editoriales como la publicación de la correspondencia entre su admirada María Rosa Lida y Yakov Malkiel, recogida porque él lo quiso bajo el título Amor y filología (2017), como pudiera asimismo bajo el verso de Barahona de Soto que definen las cuatro eses de que ha de estar armado el enamorado: “sabio, solo, solícito y secreto”, que Calderón injeriría en un soneto de Lances de Amor y Fortuna.

Y nada apenas he dicho acerca de la investigación sobre Cervantes, que le ocupó de manera específica durante varios años y para lo que hubo de adentrarse por los vericuetos de la bibliografía material, en la que llegó a ser, con Jaime Moll, uno de los mayores especialistas, hasta el punto de haber credo una pléyade de interesados por la materia que hoy pululan por las Universidades de toda España. La publicación en 2000 del colectivo que él coordinó Imprenta y crítica textual en el Siglo de Oro marcó época, fue un mojón que dividió dos períodos en el acercamiento al estudio de los textos impresos. A partir del interés por el Quijote dio un giro a la lectura e interpretación de la obra de Cervantes, primero con la magna edición colectiva en dos volúmenes de la Biblioteca Clásica (1998, con su CD-rom para consultas), en la que muchos fuimos invitados a colaborar y que nos enorgullecemos de ello. Más adelante con la impresa por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores (2004), más legible por su tamaño y con mayor alcance en su difusión, pero siempre con sus dos volúmenes de texto y comentarios. Y en fin, cuando la Biblioteca Clásica se acomodó bajo el sello de la Real Academia Española, con la edición ¿definitiva? de 2025, siempre en dos tomos. Y al lado de estas editiones maiores, otras más divulgativas, pero no menos cuidadas, en un solo volumen, de Castilla-La Mancha, la RAE, Alfaguara…

Y en lógico complemento de tanto trabajo, los libros en que se estudia el texto y sus vicisitudes, que podrían comenzar por la bellísima Visita de imprentas, discurso con motivo del Doctorado honoris causa de la Universidad de Valladolid en 1996, que en edición no venal de 200 ejemplares (s. f., pero 1999) acabó integrándose en El texto del «Quijote». Preliminares a una ecdótica del Siglo de Oro (2005), de la que uno llegó a escribir una reseña para dar cuenta de su importancia y magnitud; acompañado de Quijotismos (2005) Tiempos del «Quijote» (2012) o Anales cervantinos (2017), en los que a menudo la nota sesuda camina al lado del artículo de periódico. Y aun cabría prolongar esta relación con el hermoso folleto (no llega a las 50 páginas que califican a un libro de tal) En torno al error. Copistas, tipógrafos, filologías (2004).

Pero concluyamos ya este largo caminar por la producción impresa de Francisco Rico con tres libros singulares: Una larga lealtad. Filólogos y afines (2022) reúne más de medio centenar de semblanzas de maestros y amigos (también maestros), que van de don Ramón (Menéndez Pidal, claro) a Marco Santagata, aunque la mayoría son españoles y la mera evocación de sus nombres da cuenta de cómo ha variado (para infinitamente mejor) el panorama de los estudios filológicos en España. Ese mismo año 2022 vio la luz un título largamente esperado, El primer siglo de la literatura española, que ya no es lo que venía prometiendo desde hacía medio siglo, pero que reúne una gavilla de trabajos suyos de ese periodo inicial de nuestras letras, entre ellos uno de los que estaba muy orgulloso, por haber descubierto el Cantar de Zorraquín Sancho: “Cantan de Oliveros, cantan de Roldán: / no de Zorraquín, que fue buen barragán”. Y por fin un Petrarca. Poeta, pensador, personaje (2024), que cierra el círculo de ensayos sobre el poeta y prosista de Arezzo que enseñó a decir (y por ello a sentir) el amor de una manera nueva.

No se ha aludido aquí, más que refilón, a la actividad de Rico como impulsor o director de iniciativas, desde colecciones de textos o de ensayos a instituciones tan fundamentales como el Centro para la Edición de los Clásicos Españoles. Baste evocar lo que supuso de puesta al día de la historiografía literaria española la colección Historia y crítica de la literatura española, iniciado en 1979 y completado en 2000 con el volumen 9/1, que hasta ese año se extiende. No lo escribió él todo (por fortuna, no era Menéndez Pelayo), pero sí lo leyó todo, lo seleccionó casi todo, lo depuró para que tuviera coherencia, y hasta hubo de pelearse con poetas y prosistas actuales para ver de darles el número de páginas de que cada uno se creía merecedor… y se las reclamaba.

Este “mi don Francisco Rico” para mí siempre fue Paco Rico. Algunos amigos de años, antiguos alumnos, han seguido hasta ayer tratándole de ‘usted’, y él disfrutaba con ello, pues seguía una vieja costumbre de españoles, que, por ejemplo, llevó a don Antonio Rodríguez Moñino a ustear a todos, incluidos íntimos amigos. Yo no fui alumno suyo (por desgracia), pero creo haberlo conocido bastante pronto, primero de leídas, y en persona en el IV Congreso Internacional de Hispanistas celebrado en Salamanca en 1971. En aquella ocasión, aún bajo el Régimen (por antonomasia), decidieron venir a España multitud de hispanistas que habían sido renuentes a hacerlo mientras no hubiera democracia. Allí tuvo uno la fortuna de compartir mesa y manteles con nombres ilustres que dejaron de ser solo una firma para tornarse seres vivos, como Marcel Bataillon o Edward M. Wilson, y conocer de cerca a Guido Mancini, Edward Riley, Alan Deyermond, Peter Russell, Geoffrey Ribbans, Nöel Salomon, Maxime Chevalier, Victor Dixon, Margit Frenk, Margherita Morreale… y desde luego, a gente más joven como José-Carlos Mainer o Paco Rico.

Por qué sintonizamos muy bien es algo que no tiene explicación: él era ya un maestro con sesudas publicaciones, yo solo había escrito un par de reseñas, pero es probable que uno no cayera del todo en el distrito de los tontos, que fueron las personas que en todo momento le hacían perder la paciencia. Acaso percibió un talante algo parecido; cuando en 1978 me puse a escribir la reseña de una edición exenta de “su” Lazarillo de Tormes (LIF, “El Lazarillo, de nuevo”) y se me dio por indagar de dónde salía un lema de Prisciano que había situado en cabeza de la “Nota editorial” en que justificaba las novedades respecto a su edición en el tomo de Novela picaresca española: “paenitet, pudet, taedet, piget…”. Lo localicé, naturalmente, en el gramático de inicios del siglo VI. Eran una serie de ejemplos de poco momento. Me escribió dando las gracias por la recensión, y apuntaba que mi actitud inquisitiva le recordaba la suya cuando escribió la extensísima reseña sobre el libro de María Rosa Lida (de Malkiel) que citaba al principio, Two Spanish Masterpieces, pues también él se había entretenido en localizar la dedicatoria que la dama argentina dirigía a su marido: “in quo censendum nil nisi dantis amor”, que Rico halló en Ovidio, Amores, II, xv, 2). No es imposible que esa sintonía estuviera detrás de una evaluación que le pidieron cuando envié al BRAE un artículo en torno al género ‘novela’ en el Siglo de Oro, en el que me permitía disentir del uso del concepto en aquella época, pues entonces no existía aún la novela, y reflexionaba sobre los percances que podría producir el mantenido uso del marbete en casi todos los estudios literarios, entre ellos los suyos. Escribió la evaluación, bien escueta: “Estoy en completo desacuerdo con lo expuesto por Iglesias Feijoo. Por lo tanto, su trabajo debe publicarse sin falta”. Y se publicó.

Siempre vi en él la inteligencia aguda y deslumbrante, pero no era para mí sino un hermano mayor, más listo y distinguido. Sé que a veces le faltaba paciencia y que podía cebarse en alguien pusilánime, y provocar alguna tensión por no ser capaz de sujetar la lengua y proferir una maldad (casi nunca gratuita). ¿Y qué, si alguna vez fue intemperante?… A lo largo de más de medio siglo nunca recibí de él más que atenciones y buenas palabras. Recuerdo al pasar cómo a veces me llegaba un correo inesperado con novedades: tengo delante de mí las tres páginas finales de su respuesta al discurso de entrada en la Academia de Javier Marías, diferentes (y más sabrosas, eso sí: con la admonición en forma de bolero: “Júrame que, aunque pase mucho tiempo, no los verá nadie») que las que al final decidió enviar a la docta casa (que es el Ateneo, sí, pero también la RAE).

Por eso, ahora que ya no está, se queda el vacío que nadie podrá rellenar. Se fue el mejor de todos nosotros (“O Captain! My Captain!”), el más brillante de la banda; sí, de la “band of brothers” de que habla el Henry V de Shakespeare en el saint Crispian speech, dejándonos a los demás, los happy few que lo conocimos y tratamos, desnortados, sin rumbo y sin consuelo. Un carnívoro cuchillo nos ha rajado el alma. Al releer ahora otro envío (“Ansias de la muerte”, que creo salió en el homenaje a Tom Lathrop, y no sé si integró en alguno de sus libros), se estremece el ánimo al rememorar la evocación de la despedida de Cervantes en el Persiles, que evoca al Apóstol y su “Tempus brevis est”, y termina sugiriendo que pocos días después de que el escritor concluyese esa página, “Dios [y en la versión que tengo corrige: alguien] debió de decirle a Miguel; «Escribes como Yo»”.

Podríamos sugerir de él lo mismo. Pero ya no está. Retomando de nuevo al Apóstol, cabe gritar: “Ubi est mors victoria tua?” Porque el remedio de Jorge Manrique no nos sirve: “y aunque la vida murió / nos dejó harto consuelo / su memoria”. Parvo consuelo, pues ya no vendrá a hablarnos, a llamarnos por teléfono, a escribir un mensaje. Pero, eso sí, su figura (y su obra) resta inmarcesible. Invariable ya, en su gesto último, “Tel qu’en Lui-même enfin l’éternité le change”. Sí, toda su labor no fue otra cosa que la loca, persistente pretensión, como dice Mallarmé en el mismo soneto, de “Donner un sens plus pur aux mots de la tribu”. Esa es la labor del poeta, esa es no menos la labor del filólogo, a veces desdoblado también en poeta: esa fue toda la vida de Paco Rico.