Enrique Rull, maestro y amigo

En la madrugada del 13 de febrero (2024) nos dejaba Enrique Rull. Con él se iba uno de los filólogos más importantes del siglo XX y primer cuarto del XXI, valga decir, uno de los estudiosos fundamentales en la historia general de los estudios hispánicos, sin cuya obra la inmensa literatura del Siglo de Oro y en particular la de Calderón de la Barca, serían mucho menos inteligibles.

Y con el eximio filólogo se fue el amigo cordial, cuya conversación, siempre amable, sabia y refinada, cumplía, como pocas veces se hallan cumplidos, los objetivos clásicos de delectare et prodesse. Porque Enrique no solo era —lo sigue siendo en sus escritos— un maestro incomparable en lo que al Siglo de Oro se refiere, sino que su vasta cultura y su curiosidad intelectual y artística recorría los caminos del cine oriental y los múltiples acordes de un melómano excepcional… Conversar con Enrique Rull era siempre aprender sin estridencias, como si pensara, en su generosidad, que los oyentes sabían tanto como él y hasta a veces conseguía que lo creyeran.

No es posible traer aquí, en este momento de su falta, todos los trabajos imprescindibles que dejó, desde su edición canónica de La vida es sueño (1981) hasta los numerosos estudios sobre Cervantes, Tirso, Lope de Vega, sin olvidar la atención prestada también a Bécquer, Larra, o Azorín. Su interés transitó por variados géneros: auto sacramental, comedias de espectáculo cortesano, entremeses, novela, zarzuela y óperas —de su afición y competencia musical dan testimonio estudios como «Cervantes y Las bodas de Camacho mendelssohnianas», 2012; o las dos entregas de «El teatro mitológico de Calderón y el drama wagneriano»—, analizó lo maravilloso en los autos calderonianos, las fuentes de distintas obras, problemas de autoría, de métrica, la naturaleza, la mitología, las transposiciones en medios expresivos distintos — como en «Cocteau: del teatro al cine a través de Orfeo»—, la cultura popular y la exquisitamente erudita… tantas aportaciones escritas con solidez y elegante estilo.

No es posible, ciertamente, recorrer su dilatada contribución, pero no puedo menos que evocar —permítaseme una memoria personal— algunos trabajos suyos que fueron esenciales para quien esto escribe. Durante tres décadas el Grupo de Investigación Siglo de Oro de la Universidad de Navarra estuvo embarcado en la edición crítica de los autos sacramentales de Calderón: en esa tarea la ayuda de Enrique Rull fue insustituible. Su serie de artículos (junto con José Carlos de Torres) sobre manuscritos de los autos sacramentales fueron un punto de partida necesario; ya más tarde, incorporado al equipo como uno de sus pilares maestros, editó Psiquis y Cupido (Madrid, junto con Ana Suárez) , Psiquis y Cupido para Toledo, y, ya en el tramo final del proyecto, el último de los autos que cerró una larga etapa llena de esfuerzo y de satisfacciones: El gran teatro del mundo, que publicamos —como el volumen número 100 y último de los autos completos, en 2021, volumen que fue la última vez que me cupo el honor de colaborar con Enrique (y Ana Suárez) en una tarea calderoniana.

Pero ya antes de que comenzara el mencionado proyecto, Enrique Rull, desde su magisterio en la UNED, había regalado con la enorme generosidad que lo caracterizaba, uno de los artículos más importantes que se han escrito sobre las loas —e indirectamente sobre los autos— calderonianos, a una revista que acababa de nacer en el Centro Asociado de la UNED de Pamplona, y que no tenía en ese momento ninguna relevancia científica: era una empresa que manifestaba una ilusión principiante, Notas y estudios filológicos, en cuyo segundo número (1985) apareció el trabajo de Rull «Apuntes para un estudio sobre la función teológico política de la LOA en el Siglo de Oro», trabajo seminal que revelaba que los géneros «sacramentales», lejos de estar situados en un universo fuera del tiempo y del espacio —como tantas veces de había repetido—, se insertaban en un tejido complejo en el que la dimensión «historial» servía de cimiento a la «alegórica», perspectiva absolutamente esencial para la comprensión de este tipo de obras, y que marcaría mi propia perspectiva en diversos trabajos que no hace al caso citar ahora.

Sea como fuere, sin los trabajos de Enrique Rull, el proyecto al que personalmente más esfuerzo, tiempo y reflexión he dedicado en mi propia carrera, no se habría podido desarrollar, o al menos no en la medida en que lo hizo: en este momento no puedo desligar su figura como estudioso modelo para cualquier filólogo que aún respete la competencia científica y la excelencia investigadora, de la influencia y la admiración personal que siempre me complace reconocer.

Enrique Rull conocía como pocos los horizontes de emisión y recepción de los textos, lo que le permitió analizar con sagacidad su inserción en el contexto histórico y los sentidos delimitados por los valores y vocabularios de ese contexto, pero cuando ponía de relieve la dimensión histórica y social de una pieza literaria o dramática, advertía también que la obra de arte debe ser mirada como tal, y que la dilucidación de las circunstancias históricas sirve a su más alta comprensión estética, como escribía en su edición crítica de Celos aun del aire matan, de Calderón de la Barca (2004), al señalar que «el contexto histórico ayuda a la comprensión del hecho estético, pero dejar de lado como algo inservible el arte de la composición, estructura, lenguaje, etc. […] significa renunciar a la visión interna del texto tan importante o más que los condicionamientos sociales y externos que han podido dar lugar a la misma».

He recordado en alguna ocasión un pasaje de Servidumbre humana de Somerset Maugham, en el que discuten sobre la tragedia clásica un presunto culto y un profesor de griego. Hallado el primero en una serie de incompetencias acude a un argumento que le parece irrebatible:—Usted lee el griego como un profesor; yo lo leo como un poeta. A lo que el profesor replica:—¿Y halla usted más poesía en sus lecturas cuando no comprende lo que lee?  Enrique Rull leía los textos como un profesor y como un poeta; así veía las películas que le fascinaban; así escuchaba la música que tanto amaba.

Mucho le echaremos en falta. Queda lo que escribió a disposición de los que quieren saber y aprender. Léese en el Libro de la Sabiduría que la sabiduría es un espíritu inteligente, múltiple, sutil, móvil, penetrante, inmaculado, lúcido, invulnerable, bondadoso, agudo… Por ese itinerario de la sabiduría, en el campo que le correspondió trabajar, caminó con autoridad Enrique Rull. Pocos podrán presentar al Autor, al terminar la representación en el gran teatro del mundo, una actuación tan perfecta como la suya.

Ignacio Arellano