Margit Frenk en la memoria

José Manuel Pedrosa
Universidad de Alcalá

La pérdida de Margit Frenk el pasado 21 de noviembre de 2025, en la Ciudad de México que había acogido a sus padres Ernst y Mariana, a su hermano Silvestre y a ella misma en abril de 1930, al cabo de su huida de una Alemania sobre la que se cernía ya el fantasma del nazismo, ha puesto fin a una existencia que cronológicamente duró cien años y tres meses (había nacido en Hamburgo el 21 de agosto de 1925), pero cuyos frutos, que se pueden valorar ya con alguna perspectiva, podrían equivaler a los que convencionalmente producirían varias vidas o varios siglos. Lo de la perspectiva es algo que, aplicado a ella, hay que relativizar, porque Margit dejó una larguísima escuela de discípulas (ya que la mayoría son mujeres) y discípulos directos y cercanos (e indirectos y más lejanos) a ambas orillas del Atlántico, los cuales siguen desarrollando, de algún modo, la obra a la que ella puso los cimientos; y porque algunos de sus títulos, destacadamente el Nuevo corpus de la antigua lírica popular hispánica (siglos XV a XVII) (2003), están pensados como instrumentos de trabajo abiertos a las contribuciones de los investigadores del presente y del porvenir. La perspectiva no ha quedado, pues, del todo cerrada.

Las semblanzas biográficas que ya han corrido destacan que Margit Frenk Freund estuvo ligada durante largas décadas a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en cuya licenciatura ingresó en 1943, en la que dio clases y seminarios hasta 2017 y en la que recibió un cálido homenaje en 2025: toda una vida, pues, vinculada a la institución. En su vida fue también fundamental El Colegio de México, en el que por más de treinta años fue estudiante, becaria, profesora, investigadora, directora de proyectos, coordinadora… Relevantes también para ella fueron sus estancias en la Universidad de California en Berkeley, en la que estudió, y en la Universidad de California en San Diego (La Jolla), en la que enseñó… Estuvo también ligada a otros centros académicos, en calidad de profesora visitante. Este es un detalle parcial, sacado del currículo que ella misma elaboró:

Licenciatura: Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 1943-1946.
(Se llamaba “Maestría”). Titulación: septiembre de 1946.
Maestría: University of California, Berkeley, 1947-1949.
Master of Arts: Berkeley, California, enero de 1949.
Doctorado: El Colegio de México, 1963-1966.
Doctorado en Lingüística y Literatura: marzo de 1972.
Otros estudios: Bryn Mawr College, Pennsylvania, EEUU, 1946-1947. Sorbonne y Collège de France, 1951. El Colegio de México, 1949-1950.

Docencia:
Mexico City College (Licenciatura o “BA”), 1953-1955; 1957-1960.
Middlebury College, Vermont, EEUU, veranos de 1957 y 1960.
El Colegio de México, Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios (CELL), 1952-1980 (Profesora-investigadora de tiempo completo).
Facultad de Filosofía y Letras, Licenciatura y Posgrado, 1966-1980; 1986-1995 (Profesora de asignatura).
University of California, San Diego (UCSD), Department of Literature, Licenciatura y Posgrado, o BA, MA, PhD, “Full Professor”, nivel IV, 1980-1985.
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, Posgrado en Letras (Letras españolas), Profesora de tiempo completo, Titular C, 1996. Jubilada emérita, 2009 en adelante.
Profesora visitante en las siguientes instituciones: Universität Heidelberg (otoño 1966), Harvard University (otoño 1987), Universität Hamburg (primavera 1990), Colegio de Sinaloa, México (1998, 2001), CENIDIM (México, 2001), El Colegio de México (1992-1993, 1994-1995, 1997, 2000, 2003, 2006-2007, 2009, 2010).

Investigación:
En El Colegio de México, 1949-1980.
En University of California, San Diego (UCSD)-Department of Literature, 1980-1985.
En Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, 1986-1995.
En Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 1996 en adelante.

No será fácil encontrar muchos currículos tan ricos como este en el campo de las humanidades en el mundo hispánico. Entre sus no pocos maestros, ella recordaba con devoción al exiliado español José Fernández Montesinos (en Berkeley), al expatriado argentino Raimundo Lida (en la Ciudad de México) y a Marcel Bataillon (en París, donde me indicó que siguió también las clases de Fernand Braudel, que no le impresionaron).

Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y de la British Academy, y doctora honoris causa por la Universidad Sorbonne Nouvelle, París III (1996), la Universidad de Sevilla (2007) y la UNAM (2010). Recibió un gran número de reconocimientos y homenajes, entre ellos la presidencia de honor de la Asociación Internacional de Hispanistas (1989-1992), el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2000), el Premio San Millán de la Cogolla (2003), el Premio Demófilo de Investigación sobre Culturas Populares (2007), el Premio Internacional Alfonso Reyes (2006) y el Premio Internacional Menéndez Pelayo (2009). Se le hicieron también unos cuantos homenajes en forma de libro, que no es posible detallar aquí, y en forma de actos académicos, el último de los cuales le fue brindado por la UNAM, con motivo de su centenario, el 27 de agosto de 2025. Fue la madrina, desde su gestación, de la sociedad Lyra Minima y de los congresos Lyra Minima que crearon sus amigos Mariana Masera y Alan D. Deyermond en Londres en 1996, y que no han dejado de crecer hasta el día de hoy. Y dio nombre al Premio Margit Frenk que, en el marco de las iniciativas de Lyra Minima, es otorgado desde el año 2013.

Margit firmó además unas cuantas importantes traducciones desde el inglés y el alemán. Entre ellas, Cervantes y Avellaneda (1951) y La Celestina: arte y estructura (1974) de Stephen Gilman; La poesía. Hacia la comprensión de lo poético (1951) de Johannes Pfeiffer; El lenguaje (1958) de Edward Sapir (en colaboración con Antonio Alatorre); y, sobre todo, Literatura europea y Edad Media latina (1955, también con Antonio Alatorre), que ha quedado como hito con pocos parangones en los anales de la traducción a la lengua española. Margit se ocupó básicamente de trasladar el texto original en alemán, y Alatorre de la cuidadosa compulsa y reformulación de todas las citas de fuentes griegas, latinas y romances. Él, filólogo de excepcional calidad, fue el esposo de Margit desde 1949 hasta su divorcio en 1975, y el padre de sus hijos Silvia, Gerardo y Claudio.

Tampoco dejan de ser citados entre sus libros, aparte del susodicho Nuevo corpus de 2003, títulos maestros e influyentes como Entre folklore y literatura (1971 y 1984), Las jarchas mozárabes y los comienzos de la lírica románica (1975 y 1985), Entre la voz y el silencio (La lectura en tiempos de Cervantes) (1997 y 2005), Poesía popular hispánica: 44 estudios (2006, ampliación de los Estudios sobre lírica antigua de 1978); Del Siglo de Oro español (2007), Estudios de lingüística (2007), Cuatro ensayos sobre el Quijote (2013), y Don Quijote ¿muere cuerdo? Y otras cuestiones cervantinas (2015).

Imposible sería trazar un análisis en detalle y en pocas páginas de cómo se hicieron y de lo que aportaron cada uno de estos títulos, muchos de los cuales han alcanzado la condición de canónicos. Pero no quiero dejar pasar la ocasión de señalar muy rápidamente que la muchas veces reimpresa desde 1977 Lírica española de tipo popular abrió la puerta (puesto que fue lectura prescrita en institutos y facultades) para que muchos jóvenes españoles nos acercásemos al cancionero lírico de raíz oral. Que la magna edición de los Villancicos, romances, ensaladas y otras canciones devotas (1989) de Fernán González de Eslava da fe del interés de Margit por la literatura del México colonial, que la acompañó durante toda su vida: lo confirma el que su último libro, de 2022, fuese una cuidada edición del llamado Cancionero poético de Gaspar Fernández (Puebla, 1609-1616). Por lo demás, sentía especial cariño por la Charla de pájaros o Las aves en la poesía folklórica mexicana (1994), que recoge su discurso de ingreso en la Academia Mexicana, a cuyas reuniones acudía puntualmente cada jueves, hasta no hace tanto.

Tampoco quiero dejar de recalcar que algunos de sus otros libros se hallan muy vinculados o fueron encargos de colegas que fueron al tiempo amigos. Así, Symbolism in Old Spanish Folk Songs (1993) fue una encomienda de su entrañable Alan D. Deyermond; el Cancionero sevillano de Nueva York (1996), que publicó en colaboración con José J. Labrador y Ralph A. DiFranco, quedó como testimonio de su larga amistad con Labrador. Y el Cancionero poético y musical llamado Tonos castellanos (2017), es obra hecha en colaboración con su amigo de muchos años, el músico y musicólogo Gerardo Arriaga.

El elenco que he desgranado, y que no puede entrar en la enorme cantidad de artículos (algunos muy influyentes, decisivos) que también publicó, define cuáles fueron los intereses principales de Margit: la lírica antigua (más aún si era lírica de mujer); la literatura colonial mexicana; la literatura del Siglo de Oro en general, y el Quijote, la lectura oral y el teatro en particular. En todos esos campos dejó huella. Falta uno relevante, del que hablaré: el cancionero folclórico de tradición oral contemporánea.

Trazar una nómina, puesto que ha surgido esa cuestión, de las amigas y amigos que tuvo una persona de la calidad humana y la centenaria vida de Margit es imposible. Me ceñiré por eso mayormente a la orilla española y europea, dado que su biografía personal e intelectual en México (y en alguna medida en los Estados Unidos) ha quedado bien reflejada en la película documental Por mirar al ruiseñor: el legado de Margit Frenk (2020), ideada y producida por Araceli Campos Moreno y dirigida por Laura Luna y Nicolas Auber, así como en varios artículos de Edith Negrín, empezando por “Margit Frenk: eterna moradora de los puentes”, Revista de la Universidad de México 42 (2007), pp. 26-29; así como en la “Semblanza” que Rafael Mondragón Velázquez publicó en la Nueva Revista de Literaturas Populares 1 (2023) pp. 213-226. Habrá seguramente por ahí más escritos acerca de ella.

El caso es que aquellos lazos de amistad con sus colegas, de los que yo pude ser testigo desde 1990 (el año en que, siendo estudiante, conocí a Margit en un congreso sobre el Cancionero musical de Palacio que se celebró en el Palacio Real de Madrid), incluyen una singular categoría de amigos-colaboradores-anfitriones de congresos, en la que habría que incluir a, entre otros, Augustin Redondo (París), Pedro M. Piñero (Sevilla), Carlos Alvar (Alcalá), Pedro M. Cátedra (Salamanca), Joaquín Díaz (Urueña) y Pedro Cerrillo y César Sánchez Ortiz (Cuenca).

Mención aparte merece Francisco Rico, quien sentía rendida admiración por Margit y estuvo particularmente bienhumorado e inventivo en una cena a la que nos invitó a ella y a mí en Santander en 2009. Otro tanto cabe decir de Samuel G. Armistead, quien admiraba a Margit sobremanera y recibía en contrapartida la misma admiración: mi memoria retiene un encuentro de Margit, Sam y yo, muy a finales del siglo XX, junto a uno de los grandes ventanales del Café Gijón de Madrid, casi vacío en una tórrida tarde del verano madrileño. Con el bajo continuo del vozarrón de Francisco Umbral, que conversaba en su mesa del otro extremo del local.

Aquel encuentro fue, si no recuerdo mal, el broche de una de tantas maratonianas sesiones de trabajo, para Margit, en la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional. Porque uno de los placeres que durante décadas no perdonó cuando estaba en Madrid era pasar largas horas en aquella sala que la había fascinado desde su primer viaje a Europa (París-Madrid, 1951-1952). En sus visitas de cincuenta años después impresionaba verla enfrascada en la compulsa de manuscritos nuevos para ella, entre los que le llamó particularmente la atención el 3736, cuyos eróticos villancicos glosados por el sacerdote Jerónimo de Barrionuevo le perturbaban cada vez que, tras la ortografía endiablada, se manifestaba la sospechosa afición a las “niñas” del dichoso clérigo del XVII. En mi memoria queda también una comida en mi casa con Margit, Sam y Joe Snow (Pepe Nieves), en aquellos años del cambio de siglo en que todos visitaban con frecuencia Madrid, sobre todo en los veranos. Y alguna que otra merienda con la inolvidable María Cruz García de Enterría.

En aquellos años tuve el honor de colaborar con Margit en algunas labores de preparación y de tratar de algunas cuestiones relativas al Nuevo corpus que se publicaría en 2003, y fui testigo de la zozobra que le había causado el trato que le había dado la editorial que había publicado el primer Corpus de 1987, así como del enorme esfuerzo que el Nuevo corpus le exigió, incluso en facetas que para los usuarios quedan invisibles, como las de los complejos tratamiento informático de los textos y el diseño. Después de 2003 proyectamos incluso ir sacando varios suplementos, de los cuales firmamos y publicamos solo uno: “Nuevas supervivencias de canciones viejas”, Revista de literaturas populares 8 (2008) pp. 291-318. No tuvimos o no supimos tener tiempo para seguir adelante con ese proyecto, ni con otro del que también hablamos: un gran libro sobre el paralelismo en la lírica hispánica.

Otros amigos de las últimas décadas que tuvo Margit en la orilla europea fueron los musicólogos de Madrid Pepe Rey, Luis Robledo y Cristina Bordas, Ana Marzoa, Ana Pelegrín, Ana Valenciano, Flor Salazar, Cristina Castillo, Milagros Torres, Luis Díaz Viana, Paloma Díaz-Mas, Vicenç Beltran, David Mañero, Alexis Díaz Pimienta y seguro que muchos más… Folcloristas y filólogos no españoles, pero sí hispanistas a los que ella admiraba son Stephen Reckert, Manuel da Costa Fontes y François Delpech. A los amigos españoles y europeos de épocas anteriores yo no los conocí, pero Margit hablaba con devoción (y defendía a capa y espada, cuando evocaba las controversias en que se había visto envuelto) del finado don Antonio Rodríguez-Moñino y de su viuda desde 1970, doña María Brey Mariño, a quien hasta mediados de los noventa no dejaba de visitar en su casa madrileña. En la cual solía además quedarse a compulsar tal o cual pliego raro del XVI, en la época en que los tesoros bibliográficos de don Antonio no habían ido a parar todavía a la Real Academia Española. Margit recordaba haber asistido unas cuantas veces a la célebre tertulia de Moñino en el café Lyon. Llevaba en la memoria, también con afecto, a Dámaso Alonso, José Manuel Blecua, Rafael Lapesa…

Respeto fue más bien lo que sintió Margit por el venerable don Ramón Menéndez Pidal, cuyos escritos acerca de la lírica popular tuvo siempre muy presentes, si bien no sintonizó con todas sus apreciaciones. Lo dio a entender, con la mayor delicadeza que pudo, en el prólogo que, por invitación de Rico, escribió para la compilación de los Estudios sobre lírica medieval (2014) del gran sabio. En él detectó Margit vaivenes y contradicciones, lógicos si se tiene en cuenta que los escritos de don Ramón sobre lírica popular cubrieron un arco temporal muy amplio (de 1919 a 1960) y muy alterado por acontecimientos como el descubrimiento de las jarchas. Uno de los puntos de desacuerdo tiene que ver con la pulsión nacionalista que llevó al maestro a ver, en las jarchas por ejemplo, síntomas de la excepcionalidad “nacional” de España. Con elegante discreción lo indica Margit en la p. 19 de su prólogo:

Recordemos que Menéndez Pidal afirmó en 1919 que los géneros literarios surgen de “un fondo nacional cultivado popularmente”. Con ese mismo sentido utilizó ahí la palabra español y habló de “las más antiguas muestras de poesía lírica propiamente española” (p. 28). Tras el hallazgo de las jarchas mozárabes, subrayará don Ramón la “aportación española” al conocimiento de los “orígenes” (1951; p. 249), y en cuanto a las canciones de mujer, “comunes a todo el occidente”, afirmará la singularidad de la variedad española y sostendrá que gracias a las jarchas, “España aparece entre los pueblos románicos como un país de excepción” (1960; p. 248, y cf. abajo, nota 204).

Este latido nacionalista de don Ramón, proclive a ver “lo español” como algo excepcional, diferente, adelantado y superior a lo de las demás naciones, aparte de antiquísimo y atávico, era un prejuicio muy extendido en su época… y en la nuestra: sigue alentando (agravado en muchos casos por ínfulas espiritualistas y providencialistas, cuando no por explícitos orgullos imperialistas) en una parte de la erudición patria de hoy. Conviene entenderlo, en cualquier caso, en la escala histórica: Menéndez Pelayo, el maestro de don Ramón, fue un nacionalista español o españolista mucho más militante que él; y Diego Catalán, su nieto y heredero intelectual, no lo fue ya nada en absoluto. Margit (quien fue expulsada de su Alemania natal, con su familia, por otro nacionalismo) era comprensiblemente refractaria, por supuesto, a cualquier forma de nacionalismo chovinista.

Por cierto, que de su único encuentro con don Ramón hizo este relato (pp. 16-17):

En la primavera de 1952 coincidimos en Madrid cuatro amigos veinteañeros: el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, la argentina Emma Susana Speratti y dos mexicanos, Antonio Alatorre y yo, su esposa; los cuatro éramos del Colegio de México. Decidimos ir a ver a Menéndez Pidal e hicimos una cita. Nos recibió amablemente en una gran sala. Mejía había publicado Romances y corridos nicaragüenses, yo tenía mi tesis sobre “La lírica popular en los siglos de oro”, reseñada por José F. Montesinos en la Nueva Revista de Filología Hispánica de 1948, y Antonio era coeditor de esa importante revista; Emma trabajaba en Valle-Inclán. La conversación se animó, y don Ramón se levantaba a cada rato para ir a traer y enseñarnos libros y revistas. En cierto momento exclamó: “Cuando regresen a sus países, lleven la buena nueva del Tradicionalismo”. Así dijo. Prometimos hacerlo. Don Ramón seguía trayéndonos cosas, y la visita se prolongaba más de lo debido. Al fin nos despedimos, y don Ramón, desde lo alto de la escalera por la que íbamos bajando, nos dijo: “Vuelvan pronto. Pero no se queden tanto tiempo”. (Salimos avergonzados y resintiendo la injusticia).

En Madrid Margit tenía predilección por alojarse en el Hotel Moderno (que le había sido recomendado por Labrador), en la calle Arenal casi esquina con la Puerta de Sol, cuyo dueño, un caballero que me dijo que regentaba el hotel desde que arrancara la década de 1940, la adoraba y se sentaba a desayunar algunos días con ella. Le gustaba ir al cine a ver películas españolas: salió profundamente conmovida, por ejemplo, de ver Solas (1998), de Benito Zambrano. Y visitaba librerías, para buscar obras de Isaiah Berlin, que le interesaba mucho, o de José Saramago, que durante algunos años la fascinó. En particular se había sentido muy tocada por su Ensayo sobre la ceguera (1995). Hoy, cuando la mayoría de las grandes librerías del Madrid de antes han sido reemplazadas por tiendas de ropa importada de oriente y bares ruidosos, le saldría más a cuenta bucear en las espléndidas librerías de la Ciudad de México.

Precisamente en una de ellas descubrí yo, por causalidad, una joya que compré y leí de inmediato, la traducción (de José Andrés Ancona Quiroz y Johanna Malcher, 2022) de El reportero vertiginoso de Egon Erwin Kisch. Encantado del hallazgo, en mi última conversación (en compañía de Araceli Campos Moreno) con Margit, en 2023, que tuvo lugar a los pocos días del hallazgo de aquel libro, me arriesgué a preguntar, suponiendo que sería difícil que la respuesta fuese afirmativa, si ella había conocido a mi admirado “Egon Kisch” allá por los años 1940 a 1946 en que él estuvo refugiado en México, para ponerse al abrigo de la persecución nazi. Margit tenía ya una salud delicada, pero me corrigió al momento y silabeó con mucho énfasis el nombre completo de “Egon Erwin Kisch”, antes de informarme de que había sido amigo de su madre Mariana y conocido de ella misma, a pesar de que él era miembro de un grupo de judíos estalinistas con cuya radicalidad, por ser ellas de izquierda más bien socialdemócrata, no simpatizaban; por ello preferían evitarlos.

La memoria que había quedado en Margit de sus primeros años en Hamburgo (a pesar de que salió de allí cuando tenía cuatro años y pico) y de sus primeros años en México era impresionante. Conservaba un recuerdo vivo de las circunstancias que llevaron a la familia a dejar Alemania, del viaje en el barco que tomaron en Róterdam, de la llegada a Veracruz, del Hotel Geneve de la calle Londres, en la Ciudad de México, en el que se hospedaron antes de que encontraran su primera casa (después vivirían en varios departamentos sucesivos) en la capital, así como de la escuela alemana de la que su padre apartó a su hermano Silvestre y a ella el día de 1933 en que se hizo visible una esvástica en la puerta. En el salón de su casa conservó siempre el gran baúl en el que habían traído desde Alemania muchas de sus pertenencias. A Margit le fue reconocida la nacionalidad mexicana en 1936.

En una pared de aquel salón estaba también colgado el majestuoso retrato que Oskar Kokoschka había hecho de su padrastro Paul Westheim, por quien Margit sentía devoción. Y una estantería que había en lugar preferente de aquella misma estancia estaba dedicada a los libros (sobre arte de vanguardia alemán y europeo) que Westheim había escrito en la Alemania de la República de Weimar, así como a los que luego publicó (la mayoría sobre arte popular mexicano) en el país que le dio refugio en 1941.

Westheim había logrado evadirse de uno de los varios campos de internamiento en los que estuvo en Francia, dio clases particulares de historia del arte al llegar a México, fue profesor de arte de la propia Margit, acabó casándose en 1959 con Mariana Frenk, ya viuda de su primer esposo Ernst Frenk, y murió de repente en Berlín en 1963, en el primer viaje que hizo a la patria que le había expulsado treinta años antes. Había sido un muy destacado crítico, editor, coleccionista y marchante del arte alemán de entreguerras, en especial de arte expresionista. Cuando se vio obligado a refugiarse en París en 1933, dejó su enorme colección de cincuenta pinturas y esculturas y de tres mil obras sobre papel de Klee, Kokoschka, Grosz, Puni, Dix, Kirchner y muchos otros artistas a los que los nazis habían puesto el sambenito de “degenerados” al cuidado de su amiga Charlotte Weidler. La cual alegaría años después, en falso, que habían sido destruidos durante la guerra: la verdad es que ella los había ocultado. Con el tiempo, Weidler y sus herederos los fueron vendiendo discretamente, con cuentagotas. Detectado el expolio, Margit pleiteó en Nueva York. En un correo electrónico que me envió el 2 de diciembre de 2015, me hablaba del

largo interrogatorio (siete horas: mañana, tarde, mañana) que un abogado de la persona a la que estoy demandando […] me hizo a mí. Fue bastante duro ese bombardeo de preguntas, pero por fortuna pude mantenerme tranquila […] Te interesará especialmente lo que ocurrió ya hacia el final. Me dice el señor: “¿Se da usted cuenta de que, si usted recupera los cuadros, tendrá que pagar comisiones a tal y cual abogado y que es poco lo que le quedará a usted?”. Yo: “No me interesa el dinero”. Él: “Ah, ¿entonces no quiere que se le devuelvan los cuadros?”. Yo: “Sí quiero que se me devuelvan los cuadros. Es cuestión de justicia: quiero que se haga justicia post mortem a Paul Westheim” […] Me espera otro viaje a Nueva York, ya para llegar a un arreglo, ya para el juicio. Y no creas, a mis noventa años, esos viajecitos ya resultan bastante desgastantes.

Margit y su familia no pudieron recuperar las obras de arte en litigio: la expoliadora Weidler y sus herederos se habían quedado también con la información y la documentación relativa a ellas, y las explicaciones que dieron a Westheim y a Mariana fueron engañosas. Ello acabó dejando inermes, con muy escasas posibilidades, a los herederos de Westheim. Aquellos sucesos dan cuenta, en cualquier caso, de la fortaleza del carácter y del amor a la justicia de Margit, así como de la lucidez que la acompañó hasta una edad avanzada.

Pese a aquellos sombríos antecedentes, Margit siguió siempre muy vinculada, de un modo o de otro, a Alemania. El punto de referencia fundamental fue, desde luego, su madre Mariana Frenk-Westheim, nacida Freund (1898-2004), mujer e intelectual asombrosa que murió cumplidos los 106 años. Una figura muy importante, dinamizadora y protectora (sobre todo en los críticos años 30 y 40) de la comunidad judía europea refugiada en la Ciudad de México, traductora prolífica, por ejemplo de los libros de Paul Westheim al español, así como de los libros de Juan Rulfo al alemán. Tras su llegada a un México desconocido para ella, con un conocimiento muy somero del español, alcanzó a ser profesora en la UNAM, experta museóloga y autora de cuentos, aforismos y relatos para niños. Una compilación definitiva salió con el título de Aforismos, cuentos y otras aventuras, editada por la propia Margit y por Esther Janowitz en 2013. Igual que Margit, fue judía laica, no sionista y no nacionalista, con muchas amistades judías pero no integrada en ninguna comunidad judía formal. Fue una persona absolutamente asimilada en la vida social e intelectual mexicana. Me indica Adolfo Castañón, quien fuera amigo de ambas, del “ascendiente intelectual y moral que ejerció sobre Margit la presencia polinizadora de la autora de sus días, Mariana Frenk, cuya libertad de pensamiento indudablemente tuvo un efecto perdurable”.

Por lo demás, Margit regresó en varias ocasiones a su Hamburgo natal, dio clases allí como invitada y mantuvo sólida camaradería con colegas alemanes. Una de sus mejores amigas de su país natal, Katharina Niemeyer, quiso visitarla cuando, aquejada de una enfermedad, voló a despedirse de México, en el año 2017. Me encontré con Katharina en un mercado de flores, compró un gran ramo para Margit y disfrutamos de una comida alegre y emotiva. En noviembre de 2018 la UNAM rindió un sentido homenaje póstumo a Katharina.

De los amigos y colaboradores mexicanos de Margit ya he dicho que no me explayaré mucho en estas páginas, porque fueron incontables y porque mejor que yo los han conocido otros. Pero no quiero dejar de señalar que ella tenía vivos recuerdos de Alfonso Reyes (con quien no sintonizó demasiado), de Octavio Paz (que invitó a Antonio Alatorre y a Margit a la India, cuando era embajador en aquel país) o de Juan Rulfo (gran amigo de Alatorre, y al que Margit conoció bien). Trató y fue amiga también de muchos españoles exiliados en México, y en Estados Unidos. En cierta ocasión descubrí en el epistolario del musicólogo Adolfo Salazar una referencia a “Margarita Frenk”, quien le había hecho llegar su tesis sobre lírica popular por medio de su madre. Fotocopié y envié aquella página a Margit, quien no recordaba el episodio, al cabo de tantos años, aunque sí se acordaba de Salazar. Fui testigo del dolor que le causaron las desapariciones de Carlos Monsiváis e Ignacio Padilla, a los que quería y admiraba, así como de la alegría de los encuentros con Adolfo Castañón, Aurelio González, Fernando Nava, Tatiana Bubnova, Cristina Azuela, Carmen Armijo… Margit hablaba con gran cariño de Tomás Segovia, Margo Glantz, Elena Poniatowska, Gonzalo Celorio y muchísimos más.

Formó parte de un grupo de personas judías de México que apoyaban a niños palestinos y a sus familias. Ya he dicho que ella no se sentía ni actuaba como miembro de la comunidad judía; sus lazos con sus amigas y amigos judíos eran de tipo personal, individual. Margit, igual que su madre, se consideraba parte de la corriente laica, ilustrada, no sionista del judaísmo, que ha dado al Occidente europeo y americano tantos nombres fundamentales en los campos de la cultura, las artes, las ciencias. Defendió muchas causas feministas y progresistas, a veces con riesgo, como cuando participó en primera fila en las movilizaciones antigubernamentales de alumnos y profesores universitarios, en 1968. Por bastantes razones, en mi apreciación ha estado siempre asociada su figura a la de Hannah Arendt.

Por lo demás, Margit recordaba que en sus años de estudiante en la UNAM había formado un grupo irrepetible de amigos, con el guatemalteco (nacido en Honduras) Augusto Monterroso y los nicaragüenses Ernesto Cardenal y Ernesto Mejía Sánchez. Cuando muchos años después se encontró con Cardenal en México, este pareció no acordarse mucho ni de aquellos tiempos ni de ella, lo que decepcionó a Margit.

Muy sintética ha de ser también mi evocación de los discípulos y colaboradores mexicanos, que fueron legión y a algunos de los cuales he conocido. Un grupo consistente lo formaron aquellos que contribuyeron a la magna labor del Cancionero folclórico de México, cuya semilla se hunde en un curso que dio Margit en 1958, en El Colegio de México, acerca de la lírica viva en las tradiciones orales de México. Una gran cantidad de jóvenes alumnas y alumnos, contagiados por su magisterio y su entusiasmo, se lanzaron a grabar o anotar canciones folclóricas, compilar grabaciones comerciales y recoger impresos populares con canciones, por muchos rincones del país. Los frutos de aquel trabajo colaborativo, al que se fueron sumando más promociones de estudiantes en los años siguientes, vieron la luz en cinco enormes volúmenes, publicados entre 1975 y 1985. Las cintas con las grabaciones originales se conservan hoy en El Colegio de México. Hay una copia en la Fonoteca Nacional.

Una amiga muy cercana de Margit, Mercedes Díaz Roig, fue miembro destacado de aquel equipo, pero falleció prematuramente, antes de que otra aventura intelectual que impulsó Margit, la Revista de Literaturas Populares (2001-2020), lograra reunir otro equipo no menos extraordinario. A él pasaron dos amigas y colaboradoras que ya lo habían sido del Cancionero folklórico de México: María Teresa Miaja de la Peña y Edith Negrín. Se incorporaron además al proyecto muchos más discípulos antiguos y nuevos de Margit: Mariana Masera, Araceli Campos Moreno, Martha Bremauntz, Enrique Flores, Gabriela Nava, Raúl Eduardo González, Leonor Fernández Guillermo, Magdalena Altamirano, Santiago Cortés, Berenice Granados, Claudia Carranza, Cecilia López Ridaura, José Manuel Mateo, Marisol García Walls, Sue Meneses, Valentina Quaresma, Rosa Virginia Sánchez, yo mismo y algunos otros colaboradores. La nómina puede parecer prolija y rutinaria, pero no lo es: Margit tenía relaciones de amistad específicas con cada una de esas personas. Las laboriosísimas reuniones del comité de redacción, en que se analizaba en detalle cada artículo y cada reseña llegados a la redacción y se planificaban los números siguientes, se celebraban muchas veces en la propia casa de Margit, en el pueblo de Tlalpan, y a veces culminaban con una comida en algún restaurante de la plaza. Otro discípulo, colaborador, lector (solía ir a leerle en voz alta, cuando los problemas de visión de Margit se agravaron) y hasta biógrafo de los últimos tiempos fue Rafael Mondragón Velázquez. Presencia indispensable en los últimos nueve años de la vida de Margit fue su fiel asistente Esperanza Ibarra, quien trabajaba en su casa.

Entre el Cancionero folklórico y la Revista de Literaturas Populares, se embarcó Margit en otra tarea ciclópea, que tuvo un final frustrante. Esta es la crónica que me ha enviado Edith Negrín, en un mensaje personal: “cuando Margit fue coordinadora del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, fundó la Revista de Literatura Mexicana, una de las primeras de humanidades que fue considerada de excelencia por el Conacyt”. Hubo un conflicto con los responsables del centro, que sacaron a Margit de la dirección de la revista. “Varios colegas y yo estuvimos en el consejo de redacción y algunos renunciamos cuando dejó de dirigirla Margit. Y entonces quienes la queríamos y admirábamos empezamos a reunirnos con ella semanalmente. En esas reuniones se gestó la Revista de Literaturas Populares”. Se vuelve a obtener la impresión de que, para Margit, los obstáculos fueron siempre acicates para reinventarse y seguir adelante, respaldada siempre por los amplios equipos que tuvo la habilidad de formar.

Por cierto, que en el volumen I (1990) de la Revista de Literatura Mexicana publicó un artículo sobre poesía novohispana, “Dos romancillos de Juan de Cigorondo”, que no incorporó a ningún libro posterior y ha pasado por eso muy desapercibido, pese al enorme interés que tiene. Ello es prueba de su apuesta fuerte y personal por su nueva revista, y de que en su producción caleidoscópica quedan todavía áreas no bien reconocidas.

Si Margit fue madre de no pocos proyectos personales y colectivos, también fue madrina de otros proyectos que acometieron sus discípulos y hasta los discípulos de sus discípulos, a los que ella no escatimó su apoyo y en los que sus líneas de investigación (oralidad, relaciones entre la voz y la letra, etc.) e influencia resultan absolutamente apreciables. Figuran entre ellos la licenciatura en Literatura Intercultural, la UDIR (Unidad de Investigación sobre Representaciones Culturales y Sociales) y el LACIPI (Laboratorio de Culturas e Impresos Populares Iberoamericanos), cuya fundación y dirección en el campus UNAM Morelia son obras de Mariana Masera; el LANMO (Laboratorio Nacional de Materiales Orales) fundado, también en la UNAM Morelia, por Santiago Cortés y Berenice Granados; la línea de “Literatura tradicional y popular del ámbito hispánico” fundada por las profesoras Mercedes Zavala Gómez del Campo y Claudia Carranza Vera en El Colegio de San Luis; “la colección Adugo biri: etnopoéticas, una serie de libros digitales de libre acceso y sin fines de lucro dedicados a las poéticas rituales y su cruce con las poéticas de vanguardia y contemporáneas, dirigida por el Dr. Enrique Flores de la UNAM”; o los cursos de narrativa oral en el posgrado y en la licenciatura de Letras Hispánicas en la UNAM Ciudad de México impartidos por la profesora Araceli Campos Moreno. Recuerdo con qué interés escuchaba el relato, que yo le hacía, de los progresos de las labores de registro y edición de literatura oral (enfocados en repertorios como el del gran narrador Sshinda, al que admiró sin conocerle) llevados a cabo por el profesor de la Universidad de Guanajuato Gabriel Medrano de Luna y por mí mismo. Llegó a ser también a asesorar e impulsar el Boletín de Literatura Oral, fundado por David Mañero Lozano en la Universidad de Jaén; y la colección El Jardín de la Voz: Biblioteca de Literatura Oral y Cultura Popular del Área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Alcalá y la UDIR Morelia, que dirigen José Manuel Pedrosa, Óscar Abenójar y Mariana Masera.

No alcanzó a favorecer como madre directa, pero sí como abuela sin cuya labor precursora nada hubiera sido posible, a proyectos que fueron naciendo cuando ella dejaba ya la actividad académica. Por ejemplo, al programa de investigación Memoria y Oralidad que dirige Grissel Gómez Estrada (alumna en varios cursos de Margit, en especial en los de Cervantes) en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM); o a los diversos Laboratorios de Tradición Oral y al Círculo Intercultural de Estudios de Literatura Oral (CIELO), impulsados desde el Colegio de México por Óscar Abenójar (quien fuera alumno mío) en pequeñas comunidades sobre todo de Oaxaca y de Puebla. De estos proyectos están saliendo ya, sin ir más lejos, jóvenes investigadoras de pueblos originarios que están haciendo pesquisas pioneras, escribiendo trabajos científicos y dando conferencias en el terreno, prácticamente sin desbrozar hasta ahora, de la lírica popular femenina en las lenguas originarias. Conocer estos trabajos creo que hubiese interesado grandemente a Margit.

Además, infinidad de investigadores individuales conocieron personalmente, asistieron a sus seminarios y conferencias y tomaron como referencia la obra de Margit. Entre muchos, recuerdo a la añorada Gloria Libertad Juárez (alumna de Tere Miaja y profunda admiradora de Margit), autora de excelentes trabajos sobre lírica popular mexicana, varios de ellos publicados en la Revista de Literaturas Populares. Otros estudiosos que no fueron discípulos directos, pero sí de algún modo indirectos, y que publicaron en la misma revista, son Alejandro Martínez de la Rosa, Agustín Rodríguez Hernández y tantos más.

Se deduce de todo esto que México, muy particularmente, recoge hoy la cosecha del estudio académico de la literatura oral y popular cuyas semillas sembró Margit desde aquel curso precursor de 1958 en El Colegio de México; y que en su estela se ha convertido en el país de absoluta vanguardia en el mundo, en ese campo.

Los títulos más colosales e influyentes de Margit son, sin duda, los cinco volúmenes del Cancionero folklórico de México (1975-1985) y los dos volúmenes del Nuevo corpus de la antigua lírica popular hispánica (siglos XV a XVII) (2004). Dos obras maestras de larguísima gestación, que remonta a la época en que, con catorce años, Margit se aficionó a cantar canciones populares mientras tañía la guitarra. Ya he dicho que el Cancionero arrancó más o menos formalmente de aquel curso sobre la lírica oral del momento que Margit impartió a partir de 1958. El Nuevo corpus tuvo entre sus precedentes la tesis de licenciatura de 1946, leída en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, que llevaba el título de La lírica popular en los Siglos de Oro. Las dos obras están hoy, se podría decir, venturosamente inacabadas: el Cancionero, que ya está disponible en internet, sigue siendo usado como fuente (no fosilizada sino dinámica, abierta a la variación y a la improvisación) por un sinfín de poetas-músicos populares de México; y al gigantesco mecano del Nuevo corpus le siguen sumando entradas y variantes los muchos investigadores que lo utilizan como base de referencia.

La música es el común denominador más esencial, probablemente, de ambas grandes obras. Margit era intérprete vocal e instrumental, y al cancionero oral y popular llegó de manera natural por esa vía. Recordaba y cantaba muchas canciones populares que había ido aprendiendo en su infancia y después. Y a mediados de 1955 formó parte del Grupo Alatorre, de polifonía renacentista a capela, con su esposo Antonio, su cuñado Enrique Alatorre, y Yolanda, esposa de Enrique, más algún invitado ocasional, como el músico Joaquín Gutiérrez Heras, Kinos, o el folclorista Jas Reuter. Actuaron muchas veces en público e hicieron grabaciones que se han reeditado. Mi maestro Iacob M. Hassán me dijo que había conocido a Margit Frenk antes como intérprete musical, en un recital con sus colegas en el auditorio del CSIC en la calle Duque de Medinaceli de Madrid, que como filóloga. Sin la sensibilidad, el oído y la preparación técnica de Margit en el arte musical, difícilmente hubiesen podido nacer, creo, el Cancionero folklórico y el Nuevo corpus, ni la mayoría de sus demás obras.

La fortuna quiso que esa faceta o esa capacidad musical de Margit, tan inusual entre los filólogos, encajase con otros dos méritos igualmente raros: el primero se halla cifrado en sus insólitas apertura de carácter, curiosidad intelectual, tolerancia, flexibilidad metodológica, que le llevó a lanzar a sus discípulos y colaboradores de 1958 y de los años posteriores a grabar o anotar cancioncillas folclóricas que muchos académicos encastillados en sus textos, cánones y escritorios llamaban y llaman despectivamente “vulgares”, y cosas peores. Y a recoger, catalogar y analizar con el mayor cuidado grabaciones baratas de música folclórica, e impresos y folletos deleznables que corrían por ahí con canciones folclóricas. Hay que admitir, de todas maneras, que Margit sí tuvo algunos prejuicios en lo que se refería a los géneros orales. Según comunicación personal de Silvia Alatorre Frenk, “mi mamá despreciaba profundamente (con ese mismo desprecio que los cultos le endilgaban a lo popular) lo que ella consideraba no folklórico: las rancheras, los boleros, las músicas de mariachis y tríos yucatecos. A todo lo llamaba rancheras. Pero en sus últimos años una vez me dijo (no sé si a alguien más) que tal vez su criterio había sido un poco demasiado cerrado”.

El otro gran mérito de Margit tiene que ver con su facilidad para el pensamiento ordenado y sistemático, el archivo y la consideración cuidadosos del dato mínimo, el instinto para jerarquizar toda la información sin despreciar ninguna pieza. Sus fichas y materiales de trabajo (muchos de los cuales fueron anotados en épocas en que no había internet ni ordenadores, ni siquiera fotocopiadoras), que ahora son custodiados y están abiertos a la investigación (por donación generosísima de su familia) en la sede UDIR campus UNAM Morelia, junto con su biblioteca, parecen impecables mecanismos de relojería. (En la ENES Morelia está, por cierto, custodiada y abierta a los investigadores, la biblioteca de quien fuera su gran amiga española, María Cruz García de Enterría). La estructura inflexible de sus aparatos críticos y el minucioso y larguísimo detalle de sus índices apabullan, y llevan a concluir que Margit no fue solo una persona que tendió puentes (de sí misma dijo que “si acaso —ojalá— he sido eterna moradora de los puentes…”), sino que también hizo grandes obras de ingeniería intelectual, que ponían acento sobre los cimientos y las tramas.

En fin, sensibilidad y oído musicales, apertura metodológica, facilidad para entusiasmar e implicar a los jóvenes y crear equipos, capacidad para ordenar y sistematizar: ¿en cuántos filólogos se reúnen todas esas capacidades?

La música acompañó a Margit hasta el final. El pasado día 21 de agosto en que cumplió cien años fueron a cantar para ella Nadia Ortega y Manuel Mejía Armijo, del grupo Segrel, en un acto que organizó Tere Miaja. Los escuchó fascinada. Los mismos músicos interpretaron también en el gran homenaje que se le rindió el día 27 en la Facultad de Filosofía y Letras, al que Margit ya no pudo asistir. Y uno de sus discípulos y amigos más cercanos, Raúl Eduardo González, junto con otro gran músico y poeta, Marconio Vázquez, cantaron para ella sones jarochos, que le encantaban, en la fiesta que le fue ofrecida el sábado siguiente a su cumpleaños. Un vídeo privado permite ver a Margit escuchando sonriente, atenta y feliz, como siempre. Aquel día Raúl Eduardo le regaló también unas seguidillas y unas décimas compuestas en su honor. Me indica Silvia Alatorre Frenk que “lo último que oyó fue a Gerardo y a mí cantarle Las tres moricas”.

Margit y la lírica popular no se han ido, ni de la orilla mexicana ni de la de aquí. En el Instituto Público Luis Bueno Crespo del pueblo de Armilla (Granada), varias promociones de jóvenes alumnos llevan años manejando y analizando las canciones del Nuevo corpus, bajo la guía de sus profesores de literatura, Antonio Alcaide Soler y Antonio Enrique Ruiz Palomar, y dentro de un proyecto (que ha ganado varios premios) que lleva el título de La música de las esferas. El primer Antonio, poeta y artista plástico, ha ideado un ingenioso sistema de dibujo y escultura de poemas líricos, muy en especial populares, y muy destacadamente sacados del Nuevo corpus. Varias de esas canciones están ya dibujadas, pintadas y esculpidas, en labor colaborativa de profesores y alumnos. El próximo mes de enero será instalada en el patio del instituto, frente a la Sierra Nevada, en homenaje a Margit, una grande y esbelta escultura cuyo contorno material estará inspirada en el contorno métrico de una de las canciones del Nuevo corpus. Además de esa vertiente literaria, el proyecto tiene otro objetivo, el de intentar sensibilizar en positivo acerca de los procesos de inmigración. Y Margit fue, de niña, una inmigrante. Se cierra un círculo más. Nuestra maestra es ya no solo, pues, una “eterna moradora de puentes”, como ella gustaba decir de sí misma; es también una nota eterna en La música de las esferas.

(Esta semblanza de Margit Frenk se ha beneficiado de informaciones y sugerencias proporcionadas por muchas personas, muy en particular por Silvia Alatorre Frenk, Araceli Campos Moreno, Mariana Masera, Edith Negrín, Martha Bremauntz, Raúl Eduardo González y Adolfo Castañón).