No lejos de cumplir los ochenta años nos ha dejado, el pasado 31 de mayo, Lía Schwartz, catedrática que fue –en su último destino profesional– del Centro Graduado de la Universidad de Nueva York, donde ocupó también el cargo de directora ejecutiva de su prestigioso programa de doctorado en lenguas y literaturas hispánicas, y luso-brasileñas. Constituyó este puesto el corolario a una carrera académica muy larga, vinculada en sus inicios a las universidades de Buenos Aires, donde estudió, e Illinois, donde se doctoró, para luego ejercer su docencia e investigación en tres universidades de los Estados Unidos de América: la ya mencionada más arriba (desde el año 2000), Fordham University (1971-1989) y Dartmouth College (1990-2000).

Con ella desaparece uno de los ejemplos más paradigmáticos del mejor hispanismo, al que dirigió esfuerzos ímprobos y una dedicación constante que le llevaron a ocupar puestos de responsabilidad en la Asociación Internacional de Hispanistas, que presidió entre 1998 y 2001, y la Asociación Internacional Siglo de Oro, una de cuyas vicepresidencias desempeñó entre 2005 y 2011. En esta última su trabajo –no siempre visible ni conocido– fue decisivo para su reorientación y exitoso recorrido en lo que va de siglo.

Se va una mujer políglota que se manejaba con soltura en media docena de idiomas modernos y que leía con pericia los tres grandes idiomas de la antigüedad (latín, griego, hebreo), asentados en su paso por la Johannes Gutenberg Universität, de Maguncia; esto, y su inmensa capacidad de trabajo, le permitían conocer de primera mano a los escritores antiguos y pasarlos por el escalpelo no solo de la filología, sino también de los más diversos enfoques y teorías de la crítica literaria de nuestros días, lo que dio lugar a trabajos ya clásicos, de referencia obligada, como Metáfora y sátira en la obra de Quevedo (Madrid, Taurus, 1984) y Quevedo: discurso y representación (Pamplona, EUNSA, 1986). También le permitió (¡cuánto aprendimos con ella!) mostrar cómo funcionaba la rescritura de los clásicos grecolatinos en nuestros autores del Siglo de Oro; de ahí, por ejemplo, el tenor de sus muchas entradas en la Gran Enciclopedia Cervantina, y otro libro excepcional: De Fray Luis a Quevedo. Lecturas de los clásicos antiguos (Málaga, Universidad de Málaga, 2005). Si bien su nombre parece unirse siempre a Quevedo (a quien editó en varias ocasiones: Poesía selecta [1989], Un Heráclito cristiano, Canta sola Lisi y otros poemas [1998], La Fortuna con seso y la Hora de todos [2003]; las dos primeras en colaboración), se acercó, siempre con sabiduría, erudición y originalidad, a otros autores auriseculares: Fray Luis de León, Fernando de Herrera, los hermanos Argensola, Diego Saaverdra Fajardo, Miguel de Cervantes, Lope de Vega.

Lía fue (¡cuánto me cuesta usar el tiempo pasado!), sí, fue una mujer sabia, generosa, además, de su saber; erudita, culta, conocedora de textos y autores a quienes pocos han accedido con la profundidad y conocimiento que ella lo hizo; todo esto se puede constatar en la lectura de sus trabajos y en bibliografías y registros al uso, o en las páginas preliminares del libro con el que colegas y amigos quisieron celebrarla hace apenas una año: Docta y sabia Atenea. Studia in honorem Lía Schwartz (A Coruña, Universidade de A Coruña).

Pero fue sobre todo una mujer cercana, afectuosa, muy cariñosa, amiga de sus amigos, capaz de recorrer centenares de quilómetros en un autobús de segunda división para trasladarse de una a otra ciudad de la periferia española solo para atender el requerimiento de algún colega; que disfrutaba estudiando a Quevedo, dando primicias sobre él, pero aún más porque lo hacía en compañía de amiga querida que empezaba a asentar su andadura filológica (“Unas notas autógrafas de Quevedo en un libro desconocido de su biblioteca”, BRAE, 1999). Lía era quien traía debajo del brazo un grueso volumen con dedicatoria autógrafa (“para que no se te ocurra comprarlo”), la que estaba atenta siempre a las nuevas generaciones de aspirantes a filólogos, quienes vieron –quienes vimos– en ella una especie de hermana mayor de cuya mano se renovaron y regeneraron algunas de las asociaciones de hispanistas más prestigiosas. Era, en fin, quien cogía con brazos amorosos a una niña casi recién nacida a la que había regalado poco antes una cucharilla de plata de Tiffany, en gesto que repitió dos veces más. Esta es la Lía a quien quiero evocar ahora, la que no permanecerá en los libros, pero sí en el recuerdo de quienes la conocimos, generosa y cordial, pero también con punzante ironía siempre expresada con elegancia, en su casa neoyorquina donde recibía a cuanto hispanista de mayor o menor entidad se dejaba caer por la ciudad de los rascacielos; igualmente generosa, irónica y cordial en el Madrid de tantos encuentros, en Santander, en Vigo, en Santiago de Compostela, o en el Poitiers de hace unos años, donde nos vimos por última vez en compañía de otro ser inolvidable, Isaías Lerner. Ambos, sin duda, contribuyeron de manera decisiva ser lo que hoy soy.

La filología y el hispanismo están de luto y yo me siento muy pequeño, muy huérfano. Que la tierra te sea leve, querida amiga.

 

José Montero Reguera

Catedrático de Literatura Española

Presidente de Honor de la Asociación de Cervantistas