Lía Schwartz falleció en Nueva York el pasado 31 de mayo, a los setenta y ocho años. Con ella perdemos a una de las grandes figuras del hispanismo norteamericano y a una de las filólogas más destacadas del último medio siglo. Pero para mí fue alguien mucho, muchísimo más importante: fue una maestra sin parangón.
Conocí a Lía en 1991, y mantuve mi primera conversación con ella en un autocar, camino de Cuenca, donde se celebraba una edición del seminario Edad de Oro dedicada a Fray Luis de León en la que se homenajearía a otro muy venerable maestro: José Manuel Blecua Teijeiro. Era yo por aquel entonces un inmaduro estudiante de filología a la búsqueda de una dedicación profesional y no sospechaba que entre aquellas casas colgadas hacia las que nos dirigíamos se irían marcando algunos contornos de mi futuro.
Lía (pronto lo descubrí) era una persona excepcional y desde el primer momento en que hablamos con ella se interesó por el grupo de los entonces jóvenes y nuestras preocupaciones. En cualquier instante buscaba saber de nuestras vidas y formas de ver el mundo, ávida por conocer hacia dónde se encaminaba este, que sabía, en su pasión por la antigüedad, que tarde o temprano recibiríamos en testamento y renovaríamos. Siempre con un optimismo contagioso transmitía su vocación por el estudio de las letras, lo que no era en ella sino otro modo de querer a los demás.
Y es que para Lía el magisterio consistía en eso. Volvimos a encontrarnos en varias ocasiones, con motivo de alguna celebración académica. Recuerdo especialmente el Congreso de la AISO en Toulouse, en 1993 (donde coincidí, además, con su esposo, Isaías Lerner), como determinante para mi dedicación a la literatura española de los Siglos de Oro. Por supuesto, había incontables eminencias y estudiosos de prestigio entre los asistentes, pero nadie como Lía e Isaías mezclaban su docta condición con su genuino entusiasmo por las nuevas generaciones de investigadores. Ejercían la enseñanza sin descanso, en los modos formales e informales que brinda toda reunión profesional; pero su saber era de ida y vuelta, pues escuchaban, plenos de liberalidad hacia nuestros ingenuos afanes, con la atención y el mismo rigor que imprimían en sus palabras. Y eso era sin duda lo que tenían de particular los vínculos que se establecían con ellos: eran sólidos porque se reforzaban en ambas direcciones.
A finales de ese mismo año viajé a Estados Unidos para impartir unos cursos durante tres meses en Dartmouth College, y ese corto período acabaría por extenderse durante cuatro cursos académicos en los que pude mantener una relación cercana con Lía. Allá inicié mi tesis doctoral, allá se convirtió ella en mi mentora y yo completé, gracias a su sabiduría, mi formación en muchos de los diferentes saberes que harían de mí por fin, andado el tiempo, un filólogo. Fue un aprendizaje lento, pero también por ello mismo conllevó una maduración muy sólida. Lía tenía la virtud de disciplinar las bases del rigor dejando que cada uno buscase su propio camino. Ese acto de amor que para ella era la enseñanza se verificaba así porque el cierto sufrimiento del aprendizaje y el trabajo duro florecían en un gozoso descubrimiento de la libertad. No sabría explicarlo de otro modo.
Asistimos en aquellos años intermedios de la década de 1990 a una profunda transformación en el mundo académico norteamericano. La filología estaba sufriendo un paulatino arrinconamiento en los estudios humanísticos, lo que desasosegaba bastante a Lía, quien ejerció una militante defensa de esas humanidades en todos los foros profesionales en los que participó, con su infatigable tesón y la firmeza de sus convicciones. Y, una vez más, su virtuoso magisterio también orientó a algunos jóvenes en su escudriñamiento de las letras venerables, más allá de las modas. Así nos dotó con miradas que aprendieron a sortear los caminos fáciles, bastantes trampantojos y no pocos ídolos con pies de barro. Entre esos admirados alumnos tuve la fortuna, y el inmenso orgullo, de contarme.
La generosidad de Lía no tenía límites, ni su afecto incondicional. Junto con Isaías, «Schwartz» (como él la llamaba siempre rebosando un inmenso cariño) me acogió incontables veces en su casa de Manhattan. Constantemente estaba dispuesta a atender mis copiosas e insistentes dudas, y a revisar y corregir una y otra vez mis escritos atolondrados. Era una implacable lectora que nunca ahorraba críticas, aunque uno nunca la decepcionaba porque ella sufría más al pensar en mi propia decepción y por ello le complacía sobremanera poder celebrarme un hallazgo, un enfoque bien afinado o incluso una redacción aseada.
Nunca me llevó en volandas a ninguna meta, pero me indicó con acierto la senda más recta y al tiempo abrupta para llegar a ella, segura por completo de que la superaría con esfuerzo y estudio. Por encima de todo supo inculcarme, de la más amable de las maneras, una humildad científica que resultaba esencial en la aplicación de dos grandes herramientas: la paciencia extraordinaria y esa atención al detalle que todo filólogo necesita para afrontar un texto, fijarlo, desentrañarlo y enriquecerlo, volviendo de nuevo sobre él. Escuchar con los ojos a los muertos, como nuestro Quevedo, consistía en eso, ni más ni menos: tejer y destejer cual Penélope homérica —se reconocía en el personaje— pues, como bien aprendí de ella, difícilmente lo que un estudioso escriba será sub specie aeternitatis. No hay significados «fijos» de un texto antiguo; el hermeneuta y su circunstancia estaremos permanentemente inscritos en el proceso interpretativo.
Sus enseñanzas siempre se acompañaron de fecundos coloquios acerca de mil cuestiones no tan elevadas, viejas y nuevas, durante los que concordábamos y discrepábamos y en los que encontré una benevolencia sin límites, ayuna de condescendencia y enormemente indulgente ante los bisoños planteamientos de un discípulo torpe como yo, al que nunca hizo caer en el desánimo. Y compartimos con amigos y numerosos colegas grandes momentos, en América o en Europa, y muchísimos en su adorada España.
Protegió a los suyos, y estuvo dispuesta a perder batallas profesionales importantes con tal de no perjudicarlos, consciente de que podría exponer su propia debilidad, pero sin vacilar en hacer sacrificios personales por evitar el daño a los más vulnerables, a los que amaba sin intereses ni servidumbres. La ternura y la bondad no desdecían de su agudeza ni de su ácido humor, y jamás la vi emplear sus poderosísimas armas dialécticas para herir.
Solía yo citar a su Juvenal cuando intentaba describir las virtudes de Lía: nunca la sabiduría desmintió a la naturaleza. Así era. Y ahora, proh dolor, nos falta. Docta et bona magistra: ave atque vale.