La inesperada noticia del fallecimiento de Don W. Cruickshank en este mes de agosto me ha llevado a pensar qué podría acercarnos más allá de compartir la fecha de nacimiento el mismo día de agosto –casi el mismo de su fallecimiento, un día después de cumplir los 79 años. Y si es cierto que había aficiones y trabajos comunes, parece realmente grosero pensar que nuestro interés por Calderón de la Barca, el aprecio por la buena mesa o el disfrute de la naturaleza pudiesen ser circunstancias compartidas al mismo nivel.

Don era una persona de pocas palabras, discreta y tal vez un poco tímida, lo que, en principio, no favorecía su relación social más inmediata. De hecho, era poco conocido personalmente en los congresos académicos. Yo mismo lo había imaginado de una manera muy diferente a como lo vi por vez primera en un encuentro calderoniano organizado en Ottawa por su gran amigo José Ruano de la Haza. Que Don hubiese viajado a Ottawa ya fue una prueba de su amistad y un gran orgullo para Pepe Ruano tenerlo allí entre nosotros en aquel año 2000 tan calderoniano. Con razón. La sabiduría humilde de Don W. Cruickshank era asombrosa (y lo seguirá siendo porque perdura en sus obras) y era incluso espectacular cuando despejaba las dudas acerca de un impreso sobre la base de un tipo defectuoso de una letrería concreta de un determinado taller sevillano, por ejemplo. Sus conocimientos de bibliografía material eran tan profundos y nos resultaban tan necesarios para ampliar la tarea de edición de Calderón que habíamos emprendido en la Universidad de Santiago bajo el liderazgo de Luis Iglesias que su ayuda se nos hizo imprescindible.

No imaginábamos, no contábamos, además, con otra de sus grandes cualidades: la generosidad. Nadie que yo conozca, con unos saberes tan exquisitamente exclusivos, regalaba datos precisos, comentarios clarividentes y soluciones ecdóticas a quienes nos peleábamos semanas y semanas con un verso retorcido o con una página mal compaginada de Calderón.

Tal vez de nuevo con la mediación de Ruano, Don Cruickshank aceptó una invitación compostelana. Confieso que me preocupaba la idea de que no se sintiese cómodo entre nosotros o que nuestros trabajos les resultasen triviales o desenfocados, sobre todo en alguien que difícilmente afearía una mala interpretación o mostraría el más mínimo disgusto.

Planeé un viaje a la Costa da Morte en el litoral más abrupto de Galicia. Fue ya hace años, cuando el turismo era casi anecdótico y las autocaravanas no habían invadido los enclaves accesibles más interesantes.

Desde el primer momento, Don comenzó a dar muestras de sentirse a gusto; a cada paisaje, en cada lugar, encontraba reminiscencias de su Escocia natal, pero más suavizada. Cruickshank conocía bien España, pero la más mediterránea y central. De hecho, para pocas horas después de su fallecimiento tenían previsto, como todos los veranos, trasladarse a su casa de Alicante, tan inesperado fue el triste desenlace. Salía del coche y, en los distintos paseos, identificaba hierbas, retamas, flores, pájaros, insectos… toda la naturaleza cobraba interés con su descripción… y todo tenía nombre: en inglés, en gaélico, en español… «¿y en gallego?» –me preguntaba. Bueno, en realidad, yo desconocía el nombre de la mayoría de las plantas o pájaros que me señalaba, lo desconocía en español y en gallego. Porque realmente era una naturaleza muy sutil en la que distinguía lo que para un ignorante como yo parecía la misma flor o el mismo brezo.

Creo que con aquel paseo comenzamos a ganarnos el aprecio y la confianza de Don Cruickshank. Y he de decir que la comida que remató aquella primera excursión no entorpeció esa buena sensación. Don conocía, como buen hispanista, la cocina gallega más habitual, pero no había disfrutado de algunos de los mariscos propios de esta zona: longueiróns (parecidos a las navajas) o los percebes, por ejemplo. Le admiró el sabor de los percebes y se preguntaba por qué los escoces no los comían. Yo aventuré la idea de que aquí se pasó más hambre que en Escocia y que había que echar mano de cualquier cosa, mientras que su habitual cortesía lo desmintió haciéndome ver que los gallegos eran más sabios y reconocían el buen sabor del mar en las cosas más humildes. Sea como fuere, Don disfrutaba muchísimo de toda la comida de Galicia y valoraba la variedad de sus pescados y mariscos, la sutileza de los diferentes sabores y también la riqueza de sus vinos y sus alcoholes destilados, valoración especialmente relevante de alguien que había nacido en Fettercairn (Escocia).

En una de estas cenas sucedió otra anécdota que descubrió una cualidad más de Don: su paciente serenidad. La paciencia parece esperable en alguien que se dedica con tanto mimo a analizar los tipos, las letras, los impresos, las variantes infinitas y las collationes más intrincadas y prolijas. Pero una cosa es el trabajo filológico que se ejecuta con destreza y seriedad profesional y otra la reacción ante la torpeza del camarero que intentó hacernos una foto y que dejó caer su recién estrenada cámara fotográfica que acabó hecha añicos en el suelo. En esta situación, no sé si fue su paciencia o su serenidad la que le permitió recoger los trozos e intentar vanamente recomponer el aparato. Yo, confieso, hubiese reaccionado de una manera menos flemática. También en estas situaciones Don Cruickshank era un caballero.

Muchas otras anécdotas, chascarrillos y aventuras generaron las visitas de Don a Santiago porque desde aquel primer viaje, Cruickshank se integró –creo que con gusto– en nuestro grupo de investigación calderoniano: asistió a casi todos los seminarios, congresos y reuniones, intervino en varios tribunales de tesis doctorales y siempre tuvo, hasta hace bien poco, el mejor consejo para nuestras investigaciones y apoyó abiertamente la carrera de alguno de nuestros mejores investigadores. Don acudía a Santiago sin hacerse rogar, a pesar de que los viajes siempre parecían disturbar su trabajo reconcentrado que no aminoró en sus diferentes situaciones académico administrativas. Hasta el último momento, Don Cruickshank seguía trabajando, casi siempre en su amado Calderón de la Barca, pero no solo.

La labor docente e investigadora de Cruickshank ya ha sido ampliamente reconocida, incluso explícitamente en un homenaje que se le tributó en Dublín con motivo de su jubilación y en el numero especial del Bulletin of Spanish Studies (vol. 90.4-5, 2013) publicado como reconocimiento por parte de un forzosamente restringido número de colaboradores.

Pero lo que ha supuesto su figura en el ámbito de la literatura y el teatro del Siglo de Oro, su papel como representante ilustre (junto con otro admirado y querido maestro escocés, Alan K. G. Paterson) de la escuela británica de estudios auriseculares de E. M. Wilson o J. E. Varey, tendrá que ser revisado en otro lugar. Yo solo he querido dejar constancia ahora de la figura, poderosa en todos los sentidos, de Don W. Cruickshank, un hispanista que, como yo impertinentemente le recordaba, llevaba en su nombre propio el tratamiento que merecía.

Santiago Fernández Mosquera
Grupo de Investigación Calderón
Universidade de Santiago de Compostela
Presidente de Honor de AISO