Con la pérdida de Robert Jammes el pasado 12 de octubre, después de una vida larga y fecunda, en la que dijo estrictamente lo que quería decir, desaparece uno más de los maestros de la vieja escuela, de los que tanto hemos aprendido amigos y adversarios. A diferencia de quienes, del jamón de su tesis doctoral, siguen cortando lonchas hasta jubilarse, Jammes hizo todo lo contrario: le siguió añadiendo capas, pues correcciones no era fácil, también hasta sus últimos momentos de actividad intelectual. Góngora fue su gran pasión, como les ha ocurrido a otros, poetas, filólogos o simples lectores; no es para menos. Sin embargo, Jammes llegó a Góngora casi en la década de los 60 cuando el asunto había progresado notablemente gracias a Dámaso Alonso, cuya tesis doctoral sobre la sintaxis gongorina se remontaba a 1927. La Estilística, muy dominada por el maestro madrileño, puso de manifiesto la soberanía de Góngora en el terreno formal, y barrió no pocas inepcias pegadas como lapas a la historia literaria. No obstante, no se olvide que uno de sus últimos libros sobre la materia se titula Para la biografía de Góngora. Documentos desconocidos, impreso en 1962, cuando don Dámaso tenía 64 años, y su esposa y colaboradora, Eulalia Galvarriato, 58. El análisis formal había hecho un buen servicio. Pero ante los documentos del archivo Cabriñana, era mejor tomar el tren y dejar a un lado los estilemas. Robert Jammes, con 35 años en esas fechas, al preparar su edición crítica de las Letrillas de Góngora (1963) hizo lo mismo: «a los manuscritos», podía haber dicho parafraseando a Husserl. Esos manuscritos que, según palabras del mismo Dámaso Alonso, son tan generosos, por cuanto muchos de ellos están o estaban vírgenes esperando una mano curiosa, si no de nieve, que supiera arrancarles sus secretos. Y cuando decimos los manuscritos, es claro que aludimos a sus dos tipos principales, los que atestiguan la vida y milagros de don Luis de Góngora, racionero de la catedral cordobesa o capellán de honor del rey, hermano de sus hermanos y hermanas, sobrino de su tío y tío de sus sobrinos; y los que muestran la fascinación que la obra de Góngora pudo ejercer sobre sus amigos y contemporáneos. No era posible soslayar su consulta. Hace poco pudimos recordar que el Inventario de manuscritos gongorinos elaborado por Robert Jammes, e inédito por causas que desconocemos, lo puso en nuestras manos para que aprovechásemos la ingente labor realizada. Todo ello suena tal vez a positivismo, pero si España careció de auténtico positivismo a fines del siglo XIX, bien está que lo haya recuperado a fines del XX, porque siempre es mejor pesar, contar y medir que calcular a ojo de buen cubero, como lo es manejar datos fidedignos en lugar de hacer conjeturas, sobre todo cuando se habla de un pasado lejano. En los años 60 florecía en Francia la nouvelle critique, de tal manera que nada menos que Marcel Bataillon, alarmado, creyó necesario escribir su Défense et illustration du sens littéral, pequeña joya crítica que por casualidad se imprimió el mismo año (1967) que la tesis de Jammes. Mucho más tarde, entre 2013 y 2014, hubimos de arremeter en dos reseñas contra cinco libros norteamericanos que estudian las Soledades de Góngora sin atender apenas a dicho sentido, y una de ellas, sobre el más empeñado en enfrentar comprensión y fruición —inseparables según don Marcelo—, fue refrendada por un colofón del propio Jammes. Quien, por cierto, todo bondad para sus alumnos y seguidores, no se privó de poner en la picota a colegas que tomaban el texto como pretexto para lucimiento, ya desde el Rétrogongorisme de 1978 hasta las reseñas sobre ediciones gongorinas perpetradas por John Beverly o por Donald MacGrady.
Los hispanistas saben de sobra quién fue Robert Jammes, y tienen a mano su biobibliografía publicada por Odette Gorsse al frente del homenaje que se le tributó en 1994. Nosotros mismos, hace solo tres años, con ocasión de su 90 aniversario y en su propia revista, tuvimos ocasión de estudiar con cierto detalle su significado en los estudios gongorinos. No vamos, pues, a insistir, sino a volver sobre nuestras palabras iniciales: desaparece un gran maestro y nos deja un valioso ejemplo, el de poner la verdad de los datos y la letra por encima del ingenio y las modas. De nuevo en términos de Bataillon, «la lettre tue et l’esprit vivifie, mais il y a des moments où il faut revenir à la lettre pour délivrer l’esprit».
Antonio Carreira
Gran maestro, en efecto. Desde Toulouse irradió sabiduría, sencillez y buen hacer. Para los más jóvenes, la nota humana quizá. Todavía conservo publicaciones sobre plantas y flores de la última vez que por Toulouse –fui visitante allí– pasé; y recuerdo sus explicaciones sobre los animales que cuidaba, el huerto, los productos que hacía…. Erudición y sencillez, estudio y vida cotidiana van de la mano en su caso. Muy oportuna la página de Carreira, quizá quien mejor le comprendió y le siguió.